Por... Iván Alonso
Iván Alonso dice que en el corto plazo las subidas y bajadas de la inversión son impredecibles, pero que en el largo plazo queda claro que las políticas de libre mercado implementadas en los '90 incrementaron enormemente la inversión.
Nos intriga sobremanera una tesis que venimos escuchando en las últimas semanas: que la inversión pública, además de las virtudes propias que pueda tener, es un catalizador de la inversión privada. Mayor razón, entonces, para apurar la reconstrucción del norte. Mayor razón para ejecutar todas las obras incorporadas en el presupuesto de la república. Parecería que hemos encontrado los peruanos la clave para despertar los llamados espíritus animales del sector privado y hacer saltar de la cama al crecimiento económico. Quién sabe.
¿Cuál puede ser la conexión entre un aumento de la inversión pública y un aumento de la inversión privada? Hay tres posibilidades.
La primera es una explicación, digamos, sicológica: el aumento de la inversión pública es una señal de confianza que motiva al sector privado a invertir. No importa si se nos viene encima una manada de elefantes blancos; igual se siente motivado. Una explicación que podemos descartar sin más. Los actos de dispendio del gobierno deberían ser, más bien, una señal de alerta para no invertir.
La segunda posibilidad es que la inversión pública y la inversión privada sean complementarias. En otras palabras, que la construcción de una obra pública, como una carretera, haga que ciertas inversiones privadas se vuelvan más rentables. Pero ésa es casi una definición de un elefante pardo. No quiere decir que cualquier inversión pública vaya a impulsar la inversión privada. Lo que quiere decir es que hay que escoger bien qué obras públicas hacer, y una de las consideraciones a tener en cuenta (pero no la única) son sus potenciales efectos en la rentabilidad de las inversiones privadas pasadas, presentes y futuras.
La tercera posibilidad es que las obras públicas sean una fuente de demanda de los bienes y servicios que provee el sector privado, induciendo a éste a invertir para atenderla. Este efecto, en todo caso, estaría circunscrito a aquellos bienes y servicios de los cuales el sector privado esté operando al límite de su capacidad de producción o cerca de ese límite y para los cuales, además, se pueda prever una demanda duradera que justifique la expansión de esa capacidad. Difícilmente el efecto será apreciable en las cifras de la inversión total.
Allí está precisamente la raíz de nuestra intriga. Cuando contemplamos las series históricas de la inversión pública y privada, no vemos ninguna sincronización en sus movimientos, ninguna correlación en sus tasas de crecimiento. Uno esperaría, si la inversión pública fuera de verdad un catalizador de la inversión privada, que la mayor parte de las veces se movieran ambas en la misma dirección: que la una crezca cuando crece la otra y se reduzca cuando la otra se reduce. Pero eso no es lo que se ve en las estadísticas, ni siquiera dándole a la inversión pública tres o cuatro trimestres de ventaja para desplegar su pretendido efecto en la inversión privada.
Lo que sí se ve con absoluta claridad es que la inversión privada (y la pública también) es sumamente volátil de un trimestre a otro, y no solamente en épocas electorales. A largo plazo, no cabe duda de que las políticas de libre mercado adoptadas en los años ‘90 incrementaron enormemente la inversión, un efecto que dura hasta ahora. A corto plazo, sin embargo, las subidas y bajadas son impredecibles. Para los economistas, por lo menos.