Ahora la inflación no es el peor de los males
Marco Antonio Moreno 15 de diciembre de 2008
Decirlo hace diez o veinte años era para que a uno lo quemaran en la hoguera. Pero hoy hasta los banqueros centrales y los economistas más ortodoxos detectan que la inflación no es el cáncer social ni el peor de los males de la humanidad. Esta es la diferencia crucial que marca la línea divisoria entre las dos principales corrientes de la economía: monetaristas-fundamentalistas versus keynesianos-realistas. Para los primeros, la inflación es el parámetro central de la economía, para los segundos, el tema central es el nivel de empleo. El tema inflacionario es estrictamente monetarista, y permite la especulación sin límite de la cual no sólo hemos sido testigos sino que pagamos sus consecuencias. El tema del empleo permite un crecimiento sólido y una distribución más igualitaria.
Desde 1976, cuando en el Reino Unido asumió James Callaghan, las políticas económicas que inducían al pleno empleo fueron paulatinamente abandonadas. Se adoptó el concepto del Fondo Monetario Internacional donde la inflación era el principal enemigo. El gobierno de Callaghan se comprometió a asumir una política restriccionista y antiinflacionaria, con reducción del gasto público, limitación del críédito y reducción del circulante monetario. Así comenzó la negación de las políticas económicas que aplicaron los gobiernos occidentales desde la Segunda Guerra Mundial.
Ahí comenzó tambiíén la crisis del keynesianismo, que con la llegada al poder de Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan (1981) se profundizó al adoptar estos países las políticas monetaristas neoliberales que se hicieron cada vez más predominantes. Las ideas de Keynes fueron borradas del mapa. Se incentivaron las privatizaciones de las empresas públicas y la reducción en el desempeño económico de los gobiernos. El temor de Hayek a una vuelta a los totalitarismos tipo Hitler o Mussolini (planteado en Camino de Servidumbre, 1944) llevó a la minimización de la injerencia estatal en la actividad económica.
Ahora que el mundo vive una de sus más profundas crisis se han vuelto a desempolvar esas teorías que fueron tan ligeramente desechadas. Hoy todos quieren ser keynesianos, como señala Joseph Stiglitz:
“Para quienes nos adjudicábamos alguna conexión con la tradición keynesiana, íéste es un momento de triunfo, despuíés de que nos dejaran en el desierto, prácticamente ignorados, durante más de tres díécadas. En un nivel, lo que está sucediendo ahora es un triunfo de la razón y la evidencia sobre la ideología y los interesesâ€.
Sin embargo, no es el momento para hablar de triunfalismos. El momento actual es bastante complejo y a estas alturas las dimensiones del colapso lo hacen inabordable: ¿cómo resolver sobre la marcha el cauce de un río que se desmadró y que aumenta cada día arrastrando con todo a su paso?. Es como una bola de nieve. Y la enorme falta de liderazgo que vemos en el mundo hace muy difícil hallar en un plazo breve “la luz al final del túnelâ€. No hay salida. Ni las inyecciones de liquidez (¿hacia dónde está fluyendo el dinero?), ni las sinceraciones de precios (¿podemos pensar que son ya los reales?) marcan una pauta de realismo.
La teoría económica que se encargó durante díécadas de explicar por quíé los mercados no se autorregulan y por quíé se necesita de planes y de estrategias de desarrollo, fue abandonada por una serie de políticas erróneas que han culminado con la incompetencia a la hora de evaluar los riesgos y analizar la actividad crediticia. Ahora que estamos en una recesión global hecha y derecha no sirven las soluciones de parche. Más aún cuando tendremos el alto costo del desempleo que será imposible remediar en el corto plazo.
Por eso que una inflación del 6% al 8% no debe ser mirada como un cáncer. Kenneth Rogoff, monetarista y enemigo acíérrimo de la inflación, termina un artículo señalando que “el temor a la inflación equivale a preocuparse por un posible contagio de sarampión cuando se corre el riesgo de contraer la pesteâ€.
En verdad, este es el momento en el cual los gobiernos debieran perfilar políticas de largo plazo orientadas al desarrollo sustentable. Si Franklin Delano Roosevelt ayudó a superar la crisis construyendo tanques y uniformes militares, ¿por quíé no invertir ahora todo lo que sea necesario para crear energías limpias que prioricen la salud del planeta? Es la diferencia entre la autíéntica oikonomía (el orden y la salud de la casa) y la economía neoliberal que este 2008 ha mostrado todo su arsenal de papelones macabros.