Por... Manuel Sánchez González
Manuel Sánchez González recuerda que este mes se cumplen 10 años desde el detonante de la crisis mundial en 2008, la caída de Lehman Brothers.
En septiembre de 2008, la economía mundial experimentó la explosión de la crisis financiera más aguda desde la Gran Depresión. El epicentro fue el mercado hipotecario de EE.UU., donde se había registrado por varios años una extraordinaria aceleración del crédito y del precio de las viviendas.
El auge previo fue insostenible al estar sustentado en la expectativa de que el valor de los bienes raíces subiría de forma indefinida. El ascenso de los precios estaba apoyado por el aumento del financiamiento, al tiempo que la apreciación inmobiliaria alentaba préstamos adicionales.
Los originadores de los créditos eran bancos e instituciones no bancarias, los cuales podían vender esos activos a inversionistas, en la forma de paquetes respaldados por hipotecas. Las transacciones se facilitaban porque tales lotes generalmente estaban cubiertos contra impago por aseguradoras y gozaban de una evaluación de bajo riesgo por parte de agencias calificadoras.
La venta de esas estructuras a los inversionistas, entre los que se encontraban fondos y bancos, liberaba recursos a los originadores de crédito y, principalmente, los incentivaba a relajar sus criterios de suscripción.
Lo anterior resultó en un incremento inusitado de la deuda de los hogares respecto a su ingreso. La fragilidad de la bonanza empezó a evidenciarse a mediados de 2006, con el aumento de la morosidad de los préstamos.
El deterioro de la cartera crediticia precipitó el descenso del precio de los inmuebles, así como de los activos respaldados por hipotecas, lo que provocó pérdidas, falta de liquidez y, posteriormente, insolvencia de muchos intermediarios que habían invertido en esos instrumentos o los habían asegurado.
El carácter internacional de muchas de esas instituciones y sus interconexiones convirtió las dificultades locales en globales, lo que causó el contagio al resto del mundo.
Si bien algunos fondos empezaron a manifestar problemas desde 2007, la situación se agravó durante 2008, particularmente en septiembre con la quiebra del banco Lehman Brothers. Durante ese y los siguientes meses las bolsas de valores del mundo se desplomaron, los préstamos interbancarios se paralizaron y hubo una corrida del público hacia activos líquidos considerados libres de riesgo, como los valores del Tesoro de EE.UU.
La respuesta de las autoridades de esta y otras naciones fue inmediata, lo que incluyó, entre muchas medidas, rescates de empresas, amplias facilidades de liquidez, un relajamiento monetario sin precedente y programas de expansión fiscal.
Si bien en poco tiempo se normalizó la operación del sistema financiero, la economía global entró en recesión. La recuperación posterior fue inusualmente lenta y admitió una contracción adicional en Europa. Los efectos fueron devastadores para los ahorradores, así como para los deudores.
Si bien el debate sobre las causas de la crisis está lejos de concluir, puede decirse que diversos factores interactuaron para su gestación. Entre ellos sobresalen las posturas gubernamentales que pudieron incentivar la adopción excesiva de riesgos, como las cuotas oficiales de crédito, las garantías, la política monetaria laxa, y la regulación y la supervisión deficientes sobre los intermediarios y las calificadoras.
La crisis global arroja varias lecciones, entre las que destacan tres. La primera consiste en la dificultad de predecir las debacles financieras, como se hizo evidente en la ausencia de una detección oportuna del peligro por parte de casi todos los expertos. Tal dificultad podría reflejar autocomplacencia, la cual debería cambiar por una actitud de alerta.
La segunda es que la historia económica revela que las crisis son recurrentes e invariablemente se asocian con créditos excesivos. Ante esa realidad, la política económica debería enfocarse a reducir su posible gravedad, evitando facilitar el endeudamiento irresponsable.
La tercera es que una vez que surgen las crisis, las autoridades tienen la responsabilidad de utilizar todas las herramientas a su alcance para mitigar sus efectos, sin crear problemas posteriores.
En la última década, los gobiernos han introducido diversas medidas para fortalecer a los intermediarios financieros, incluyendo requerimientos más estrictos de capital y liquidez.
Empero, prevalecen los riesgos, destacando las razones de deuda a PIB globales que rebasan las observadas en la crisis y, en gran medida, reflejan la prolongación de posturas fiscales y monetarias expansivas en las economías más grandes. Su persistencia podría conducir al mundo a un nuevo desastre financiero.