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II
En la actualidad, si bien ha terminado la Guerra Fría –escenario monstruoso que sentó las bases para una posible y real eliminación de la especie humana en su conjunto en cuestión de pocas horas– continúan en curso cantidad de procesos bélicos, suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en millones de personas en todo el mundo. Al menos son 25 las guerras en curso: Sudán del Sur, Siria, Afganistán, Birmania, Turquía, Yemen, Somalia, República Centroafricana, República Democrática del Congo, el conflicto israelí-palestino, Nigeria, Myanmar, la guerra contra el narcotráfico en todo México, Irak, por nombrar algunas, más la posibilidad siempre latente de nuevas guerras (Irán, Norcorea, Venezuela). La lista pareciera no tener fin. ¿Brasil y Colombia declararán la guerra a Venezuela? Parecía impensable unos años atrás; hoy día, no.
¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta pregunta viene acompañando al ser humano desde sus orígenes, con lo que se ve que el problema es particularmente arduo y no existe una solución definitiva. “Usted se asombra de que sea tan fácil incitar a los hombres a la guerra y supone que existe en los seres humanos un principio activo, un instinto de odio y de destrucción dispuesto a acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa predisposición [pulsión de muerte] en el ser humano y durante estos últimos años nos hemos dedicado a estudiar sus manifestaciones”, respondía Freud en su carta a Einstein. La historia de la humanidad, o la simple observación de nuestra realidad global actual, muestra fehacientemente que la guerra acompaña siempre al fenómeno humano. Entre Honduras y El Salvador, hasta una guerra ¡por un partido de fútbol! pudo declararse.
Alguien dijo mordazmente que nuestro destino como especie está marcado por la violencia, pues lo primero que hizo el primer humano al bajar de los árboles fue, nada más y nada menos, que producir una piedra afilada: ¡un arma! De ahí a los misiles intercontinentales con ojiva nuclear múltiple con capacidad de barrer una ciudad completa pareciera seguirse siempre el mismo hilo conductor. ¿Será realmente nuestro destino?
Se podría pensar, quizá amparándose en un pretendido darwinismo social, que esta recurrencia casi perpetua es connatural a nuestra especie, genética quizá. De hecho, el ser humano es el único espécimen animal que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un comportamiento similar. Los grandes depredadores matan para comer, continua y vorazmente…, pero no declaran guerras. Y las peleas entre machos por territorio y por las hembras, no terminan con la muerte del rival y su sometimiento. Como toda conducta humana, también la violencia –y la guerra en tanto su expresión más descarnada– pasan por el tamiz de lo social, del proceso simbólico. La guerra no llena ninguna necesidad fisiológica: no se ataca a un enemigo para comérselo. En su dinámica hay otras causas, otras búsquedas en juego. Se vincula con el poder, que es siempre una construcción social; quizá la más humana de todas las construcciones. Ningún animal hace la guerra a partir del poder; nosotros sí.
A partir de esto, se ha dicho entonces que si la guerra es una "creación" humana, si su génesis anida en las "mentes", perfectamente se podría evitar. En esta línea, para pensar en la posible evitabilidad de la guerra y de la violencia cruel y gratuita, puede partirse de las conclusiones a que llegaron varios científicos sociales y Premios Nobel de la Paz congregados en Sevilla (España) en 1989 para analizar con todo el rigor del caso qué había de verdad y de mentira en relación a la violencia. El Manifiesto de Sevilla que redactaron afirma que la paz es posible, dado que la guerra no es una fatalidad biológica. La guerra es una invención social. "Se puede inventar la paz, porque si nuestros antepasados inventaron la guerra, nosotros podemos inventar la paz", expresaron en el documento.
No puede dejar de situarse el momento en que tuvo lugar tal acontecimiento: fue contemporáneo de la desintegración del campo socialista soviético y de la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo quedó unipolarmente establecido, con Estados Unidos a la cabeza, y la Guerra Fría llegaba a su fin. Pudo pensarse en ese momento que el conflicto (¿conflicto de clases?) terminaba. De ahí la elucubración (quizá ingenua) respecto a que se podían sentar bases para terminar con las guerras (sin la molestia de un campo socialista. Pero ¿acaso desaparecían las contradicciones sociales, más allá de la pomposa declaración de Fukuyama de haber alcanzado el “fin de la historia y de las ideologías”?)
Si hubiese sido cierto que con la extinción del socialismo europeo (y la conversión de China a un “socialismo de mercado”, un socialismo light para la visión occidental) terminaban las tensiones, ¿por qué el fenómeno de la guerra no decae, sino que, por el contrario, aumenta? ¿Por qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global? (más de un billón de dólares anuales), –armas que, indefectiblemente, son usadas en contra de otros humanos, y por tanto continuamente renovadas, mejoradas, ampliadas–. ¿Por qué, pese a que en muchísimos países en estas últimas décadas han aumentado la información, la participación ciudadana en la toma de decisiones, la cultura democrática, se decide con valentía intelectual acerca de temas candentes como la eutanasia, el aborto o los matrimonios homosexuales, por qué pese a todo ese avance civilizatorio las posibilidades reales de desaparición de las guerras se ven como algo tan quimérico? Hay en todo esto una relación paradójica: de liberarse toda la energía de las armas atómicas acumuladas hoy día sobre la faz del planeta, se generaría una explosión tan monumental que su onda expansiva llegaría a la órbita de Plutón. ¡Proeza técnica!, sin dudas. Pero ello no impide que el hambre siga siendo la primera causa de muerte de la humanidad. Pareciera más importante hacer la guerra que la paz. Se invierte más en armas que en procedimientos para terminar con el hambre. ¿Nuestro ineluctable destino: la destrucción de la especie?
Dígase, por otro lado, que esa quimera ilusoria de un mundo “pacífico” con Washington a la cabeza en forma unipolar, duró muy poco. Con el retorno de Rusia y China al primer plano de la política internacional, quedó más que demostrado que las guerras siguen. Siria marcó el retorno de Rusia como superpotencia militar, disputándole la supremacía global a Estados Unidos de igual a igual (derrotándolo en el país medioriental). Y Venezuela, con la posibilidad de una conflagración de características impredecibles dado el total compromiso en este pretendido “patio trasero” estadounidense de las dos potencias euroasiáticas ahora intocables, Rusia y China, el espectro de una guerra total (con armamento nuclear) está más cerca que cuando la crisis de los misiles en Cuba en 1962.
Aunque vivimos el fin de un período especialmente bélico como fue la llamada "Guerra Fría" (una virtual Tercera Guerra Mundial), la virulencia del actual marco guerrerista es infinitamente mayor a aquél. Con el actual tablero político internacional puede decirse sin temor a equivocarse que hoy se viven días de tanta tensión como en los peores momentos de aquel enfrentamiento Este-Oeste. Quizá la marca de dicho conflicto no está dado, básicamente, por una pugna ideológica (como lo fue la Guerra Fría: pugna capitalismo-socialismo) sino por enormes intereses económicos de las actuales superpotencias, disputa por supremacías geoestratégicas. Pero, independientemente de los motivos finales, la tensión sigue estando. Y también las armas más letales, cada vez más mortíferas y eficaces. ¿Qué garantía real existe de que no se usarán? Incluso, puede haber errores fatales.
Si bien es cierto que, aparentemente, la humanidad ha pasado el peor momento respecto al holocausto termonuclear a cuyo borde vivió por varias décadas, la paz hoy está muy lejos de avizorarse. Nuevas y más maquiavélicas formas de violencia se van imponiendo. La guerra, la muerte, la tortura pasaron a ser "juego de niños", literalmente. Cualquier menor de edad, en cualquier parte del mundo, se ve sometido a un bombardeo mediático tan fenomenal que lo prepara para aceptar con la mayor naturalidad la cultura de la guerra y de la muerte. Sus juegos, cada vez más, se basan en esos pilares. Los íconos de la post modernidad chorrean sangre, y pasó a ser un juego en cualquier "inocente" pantalla la decapitación de alguien, su desmembramiento, el bombardeo de ciudades completas, el triunfador "bueno" que aniquila "malos" de cualquier calaña. La cultura de la militarización lo invade todo. Parece que la máxima latina sigue más que vigente: la paz se consigue con preparativos bélicos. Dicho sea de paso, la industria armamentista es el renglón más redituable a escala planetaria: unos 35.000 dólares por segundo, más que el petróleo, las comunicaciones o las drogas ilícitas. Y la mayor inteligencia creativa, paradójicamente, está puesta en este sector, el sector de la destrucción.
Si es cierto que las guerras se mantienen porque, en definitiva, son un buen negocio para algunos, esto debería llevarnos a preguntar: ¿es entonces esa la esencia de lo humano? ¿La primera piedra afilada del Homo habilis de dos millones y medio de años atrás, un arma, es nuestro ineluctable destino? La pulsión de autodestrucción que invocaba Freud en su "mitología" conceptual para entender la dinámica humana, la pulsión de muerte (Todestrieb), no parece nada descabellada.
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