Por... Manuel Sánchez González
Manuel Sánchez González considera que la innecesaria y dañina guerra comercial entre las dos economías más importantes del mundo, EE.UU. y China, debe servir de lección para México acerca de los perjuicios del proteccionismo.
Por más de un año, EE.UU. y China se han involucrado en una pugna comercial cuyo objetivo más claro ha sido dañar el aparato productivo de su contraparte. Como en muchos conflictos, incluyendo obviamente los armados, cada país ha justificado sus acciones como legítima defensa.
En particular, EE.UU. se ha quejado de presuntas violaciones en materia de seguridad, derechos de propiedad y equidad para sus empresas. Además, el presidente Trump ha argumentado que el déficit comercial con China demuestra los abusos de esa nación. Por su parte, esta ha negado tales imputaciones y ha respondido con medidas similares.
En su mayoría, las embestidas han tomado la forma de aranceles crecientes aplicados a un número cada vez mayor de productos. La lista de artículos gravados parece reflejar la intención de proteger a los sectores políticamente prioritarios, así como afectar aquellas exportaciones de las que el otro país depende significativamente.
El arranque de la contienda puede ubicarse en la decisión de EE.UU. de aplicar aranceles a las importaciones de paneles solares y lavadoras en febrero de 2018, y al acero y al aluminio el mes siguiente.
Aunque su carácter era global, con pocas naciones exceptuadas, los nuevos gravámenes afectaban en especial a China, al ser el principal productor mundial de paneles solares, así como de acero y aluminio.
Como reacción, en abril de 2018, China impuso cargas a un grupo de artículos estadounidenses, el cual posteriormente amplió. Tres meses después, EE.UU. respondió con impuestos sobre un conjunto aún mayor de bienes chinos.
A partir de entonces, ambas naciones han alternado treguas para pláticas, e incluso suspensión de castigos, con nuevas extensiones arancelarias. Se estima que, hasta la fecha, los gravámenes estadounidenses afectan las importaciones de bienes chinos por un monto de más del doble que el correspondiente a las compras de China.
Otras sanciones, socorridas en especial por EE.UU., han sido las prohibiciones para hacer negocios con entidades específicas, como las compañías tecnológicas ZTE y Huawei, así como para importar o exportar ciertos productos y servicios.
Las barreras al comercio y a la inversión son indeseables porque tienden a restringir la eficiencia productiva y el bienestar de la sociedad. Contrario a lo que pregonan los políticos, el principal perjudicado suele ser el país que las impone.
Ello es así porque los aranceles pueden resultar en una elevación de precios o una menor cantidad y calidad de los bienes disponibles al consumidor. Además, al inducir una menor demanda de insumos importados, estos gravámenes pueden limitar la capacidad exportadora. Tales impactos se magnifican en los casos en que se restringe la transferencia de tecnología mediante prohibiciones a la inversión extranjera.
Por otra parte, los aranceles pueden atenuar el crecimiento de la economía a la que se aplican, en la medida en que ralenticen sus ventas externas.
Los efectos anteriores confirman el daño autoinfligido por aquellas naciones que buscan penalizar los aranceles de otras mediante acciones semejantes.
Tal vez no ha habido alguien que haya caracterizado mejor la incongruencia de apoyar el libre comercio condicionado a que todos los países intercambien libremente que la economista británica Joan Robinson. En 1937, esta insigne profesora equiparó el argumento de erigir tarifas cuando otros lo hacen, a lanzar rocas en los puertos propios porque otras naciones poseen costas rocosas.
Esa incoherencia es evidente en la actual guerra comercial entre las dos economías más grandes del mundo. Ambas se ostentan como defensoras del libre comercio y, al mismo tiempo, han generado una interminable secuencia de obstrucciones comerciales.
Aunque aún es temprano para un veredicto de resultados, parece que estas pugnas han empezado a producir efectos adversos. Entre otros, las tensiones podrían contribuir a explicar el descenso en el volumen de comercio mundial observado desde el año pasado, así como el menor vigor registrado recientemente por la inversión y la producción manufacturera globales.
Más importante resulta el riesgo de que la incertidumbre generada por esas tensiones se prolongue, lo que podría conducir a inestabilidad financiera y un menor crecimiento económico mundial.