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Autor Tema: La ilusión de los reguladores: ¿Puede volver el ‘genio malo’ a la botella? ...-  (Leído 303 veces)

OCIN

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Por... Alfredo Apilánez
 
 
“Hemos descubierto la manera en que el dinero funciona en la economía moderna”.
Randall Wray

 
Según Piketty, el contraste entre el gran impulso de optimismo que animó a Europa durante los ‘treinta gloriosos’ y las dificultades subsiguientes para aceptar, desde los años ochenta, que se haya frenado ese irresistible avance hacia el progreso social, nos lleva a preguntarnos, ¿cuándo volverá a la botella el genio malo del capitalismo? ¡Qué maravilloso sería sin duda conseguir, a través de los civilizados mecanismos de las reformas legales, implementados por autoridades democráticas que respondan a los intereses de las mayorías sociales a las que dicen representar, la mejora de las condiciones de vida de la gente que atemperen las fuerzas ciegas de los mercados! La cuestión decisiva sería pues, ¿es ello posible? ¿Perviven en el capitalismo actual palancas correctoras, que, con el manejo adecuado, pudieran revertir los aspectos más inicuos de la acerva realidad circundante? ¿Resulta realista pretender corregir los rasgos surrealistas del capitalismo desquiciado con políticas fiscales y monetarias adecuadas o, por el contrario, son estos rasgos la expresión de un organismo crecientemente degenerativo e irreformable? ¿Tiene el Estado-nación actual, despojado de soberanía monetaria y maniatado por las instituciones de la gobernanza del capital, alguna posibilidad de desarrollar políticas redistributivas o ha quedado reducido a comportarse como la correa de transmisión pseudodemocrática del gran capital?
 
Ciertamente, razones para ‘echar el freno de mano’ a la creciente irracionalidad del sistema de la mercancía no faltan en absoluto. El estancamiento secular y la depresión crónica, sin grandes alteraciones desde hace medio siglo, avizoran un horizonte de degradación social acelerada que el desquiciamiento provocado por la hegemonía absoluta de las finanzas globales no hará más que agudizar. El espanto de la miseria y la desigualdad crecientes describe la penosa situación de más de dos terceras partes de los seres humanos, excluidos de las precarias seguridades del bienestar del mundo rico. Y un cataclismo más neurálgico aún acecha con implicaciones devastadoras para la propia subsistencia de la especie: el capitalismo desquiciado choca cada vez más violentamente, sin el más mínimo atisbo de corrección a la vista, con los límites biofísicos del planeta, encaminando a la sociedad humana hacia una inédita situación de colapso ecológico-social de consecuencias catastróficas. Como expresaba gráficamente el ilustre economista marxista Paul Sweezy: “si las tendencias presentes continúan operando, será sólo cosa de tiempo que la especie humana torne completamente asqueroso su propio nido”. Y todo ello coincidiendo con la tremenda paradoja de que nunca antes ha sido mayor la brecha entre la capacidad de producir bienes y servicios para proporcionar un nivel de vida digno a todos los seres humanos en un planeta habitable, con la tecnología y los recursos existentes, y el panorama de miseria y desigualdad rampantes que padecemos.
 
Por el contrario, los creyentes en la regulación, como Piketty, profesan la creencia en la posibilidad de retorno a una época excepcional –y, dicho sea de paso, profundamente depredadora desde el punto de vista ecológico y explotadora de los pueblos del Tercer Mundo- que no se repetirá. El sueño de un capitalismo estable, con crecimiento sostenido y un cierto equilibrio entre el trabajo y el capital, gestionado por un Estado “corrector” a través de políticas redistributivas de tipo keynesiano pareció alumbrar durante los ‘treinta gloriosos’ un periodo duradero de prosperidad y bienestar social. Paul Krugman, uno de los popes de la ortodoxia neokeynesiana, recuerda, con muy expresiva nostalgia, aquellos tiempos como “los Estados Unidos que amamos”.
 
Piketty describe los hechos socioeconómicos más relevantes de ese capitalismo con rostro humano: el desarrollo de una clase media patrimonial –en España el 80% de las viviendas son en propiedad-, la “principal transformación estructural de la distribución de la riqueza en el siglo XX”, y la gran reducción de la desigualdad de rentas y de riqueza parecían justificar la ilusión reformista en la viabilidad de que un capitalismo embridado derramara sus frutos para todos. Empero, se trataba de un espejismo, un remanso de paz entre dos tempestades. La tendencia inexorable al estancamiento secular y las subsiguientes dificultades para retornar a tasas de acumulación y crecimiento adecuadas causaron un cambio drástico en la política del capital. El genio malo salió de la botella para no volver a entrar. La lucha contra el monstruo de la inflación sirvió la coartada perfecta. Shaikh describe los ingredientes del nuevo paradigma: “El secreto del “gran boom” financiarizado que se inició en los 80 es ‘fuerza de trabajo abaratada y finanzas menos costosas’”.
 
Y las fuerzas divergentes, irracionales, generadoras de creciente degradación social fueron las que de nuevo volvieron por sus fueros. Como el propio Piketty destaca, en el capitalismo financiarizado y desregulado de las burbujas de activos y el crecimiento anémico la riqueza “muerta” del patrimonio heredado se multiplica más velozmente que la riqueza viva acumulada por el fruto del esfuerzo de toda una vida de duro trabajo. El rentismo financiero e inmobiliario que, propulsado por la matriz de rentabilidad basada en las burbujas de activos y en la financiarización ‘a muerte’, sustituye a la economía productiva y al obrero fabril como eje de la vida económica, es pues el vector fundamental del incremento acelerado de la desigualdad y la degradación sociopolítica que viven las sociedades occidentales.
 
Sin embargo, más allá de la corrección de su diagnóstico superficial sobre la ‘insoportable’ desigualdad de rentas derivada de la hegemonía del talón de hierro neoliberal durante el último medio siglo, la propuesta estrella de Piketty para reducirla es de una puerilidad asombrosa: “el impuesto progresivo sobre el patrimonio individual es una institución que permite al interés general retomar el control sobre el capitalismo, apoyándose en las fuerzas de la propiedad privada y la competencia”. En plena hegemonía de la máquina de succión de las finanzas globales, laminadas la soberanía nacional y sus palancas redistributivas por el poder en la sombra de la plutocracia financiera, el optimista irredento, con indisimulada candidez, propone nada menos que ¡retomar el control sobre el capitalismo! Sin duda, peccata minuta. Tamaña puerilidad se explica por su obsesión por demostrar que el fundamento de la desigualdad no se debe buscar en la esencia misma del capital –a pesar del título de su obra, tiene a gala no haber leído ‘El capital’ de Marx lo cual, a la luz de sus superficiales referencias al marxismo, es perfectamente verosímil- ni en el origen de su rentabilidad, sino en la sociedad de rentistas y en el peso de la herencia. Sin embargo, lo que omite Piketty es que la fuente real de la desigualdad – y por tanto, de las crisis que muestran la incapacidad de un funcionamiento normal del organismo económico- en el sistema capitalista es el capital mismo, que no es un “objeto” o algo idéntico al patrimonio, como él lo considera, sino una relación social, en la cual el trabajo vivo impago es el único factor capaz de incrementar el trabajo muerto contenido en el capital inicial, posibilitando su acumulación ampliada.
 
¿Y quién implantaría el impuesto sobre el patrimonio que nos permitiría retomar el control sobre el capitalismo? He aquí el rasgo común a todos los reguladores reformistas: el uso del Estado, cual Deus ex machina, como herramienta para implementar reformas fiscales, monetarias o legales que pongan coto al capitalismo desquiciado. Se pretende constituir de esta suerte un campo de juego “neutral” que logre colar la ilusión de que, con el timonel adecuado, el control del Estado -como pretendido agente reequilibrador- será capaz de voltear las relaciones de poder a favor de las clases subalternas. Joseph Stiglitz –keynesiano de cabecera de la ‘nueva izquierda’ socialdemócrata- expresa la esencia del paradigma reformista: “La reflexión sobre la crisis de 2008 tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que necesariamente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y prosperidad compartida”. Sin duda, un dechado de optimismo y ‘pensamiento desiderativo’.
 
El atractivo de los reguladores reformistas se deriva pues de que parecen propugnar atajos “pragmáticos”, que permitirían sortear los obstáculos “absurdos” y desarrollar una gestión eficaz por parte de las fuerzas progresistas a través de medidas claramente factibles y de abrumador sentido común. Su respeto a las reglas legales e institucionales infunde la confianza en sus propuestas razonables y ponderadas, alejadas de los utopismos de los radicales. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de su apariencia de respetabilidad y pragmatismo, quizás sean más utópicas sus prescripciones que la defensa de la ‘socialización de la banca y de los medios de producción’ propugnada por radicales antisistema. Haciendo abstracción de la lógica interna del funcionamiento del capitalismo, los reguladores llegan por tanto a soluciones mágicas que ignoran las estructuras profundas de las relaciones sociales. Abundan los ejemplos.
 
La TMM –teoría monetaria moderna, otra de las herramientas mágicas de los reguladores de la izquierda reformista, de rancia estirpe keynesiana- ofrece una revolución en la política económica a través de la utilización de la soberanía monetaria -¡en tiempos nada menos que de la jaula de hierro del euro!- para enchufar la manguera del gasto público deficitario a la economía real y asegurar el pleno empleo. Randall Wray, uno de sus sumos sacerdotes, señala la tecla mágica: “Siempre pueden suministrarse unas finanzas suficientes para la plena utilización de todos los recursos disponibles a fin de apoyar el desarrollo de capital de la economía. Podemos servirnos del golpe de tecla para llegar al pleno empleo”. “Toda nación dotada de una moneda soberana será capaz de alcanzar el pleno empleo”. ¡Bum! De nuevo la confianza en el papel corrector del Estado y las palancas institucionales para revertir, con una gestión correcta y a través de maravillosamente sencillos mecanismos, el embate de los ‘espíritus animales’ del ‘genio malo’ del capital. Empero, como dice Roberts, quizás no sea una idea ni tan novedosa ni tan mágica: “Los keynesianos, post-keynesianos (y los partidarios de la TMM) creen que los estímulos fiscales a través de más gasto público y el aumento de los déficits presupuestarios de los gobiernos es la manera de poner fin a la Larga Depresión y evitar una nueva recesión. Pero nunca ha habido la menor prueba de que tales medidas de gasto fiscal funcionen, excepto en la economía de guerra de 1940”.
 
El mito de la renta básica, proclamada como panacea asistencial-redistributiva por otra rama de los reguladores reformistas, emerge como la coronación de este fútil intento de construcción nostálgica de un capitalismo con “corazón”. Junto al trabajo garantizado de los ‘curanderos’ de la TMM y a las varitas mágicas fiscales ‘a la Piketty’, el mito del ingreso universal completa la tríada de propuestas estrella de los reguladores en pos del retorno del ‘genio malo’ del capitalismo sin corazón a la botella donde lo encerrará el bueno del papá Estado al servicio del interés general.
 
Michel Husson describe la debilidad teórica de las propuestas de regulación de los curanderos: “La salida de la crisis implicaría que el capitalismo acepta funcionar con una tasa de beneficio menos elevada y que la finanza privilegia las inversiones útiles. Lo que es al mismo tiempo cierto pero incompatible con el fundamento mismo del capitalismo. Esto es lo que no comprenden los analistas keynesianos que, fascinados por la finanza, desprecian los fundamentos estructurales de la crisis”.
 
Vanas y anacrónicas ilusiones que omiten el hecho esencial: el capitalismo regulado de los añorados ‘treinta gloriosos’ fue un periodo excepcional e irrepetible, un paréntesis en la tendencia hacia el estancamiento secular que caracteriza al capitalismo senil. La falta de comprensión de este hecho histórico –ya descrito por Marx, cuya tesis del capitalismo degenerativo, progresivamente ahogado en sus insolubles contradicciones, cada vez adquiere más verosimilitud- es la que incapacita a los reguladores para realizar un diagnóstico correcto y les sitúa delante del espejismo de la posibilidad de detener los espíritus montaraces del capitalismo desquiciado.
 
La keynesiana de izquierdas Joan Robinson, con su agudeza proverbial, apunta a la paradoja de utilizar al Estado para arreglar los desperfectos del capitalismo desembridado: “Cualquier gobierno que tenga tanto el poder y la voluntad de solucionar los principales defectos del sistema capitalista tendría la voluntad y el poder de abolirlo por completo”.
 
El sociólogo y destacado marxista ecológico John Bellamy Foster describe la cruda realidad que los reguladores reformistas prefieren ignorar: “Ahora la política fiscal y la monetaria están fuera del alcance de cualquier gobierno que se atreva a hacer algún cambio que afecte a los grandes intereses creados. Los Bancos Centrales se han transformado en entidades controladas por los Bancos Privados. Los Ministerios de Hacienda están atrapados por los límites de la deuda y las agencias reguladoras están en manos de los monopolios financieros y actúan en interés directo de las corporaciones”
 
Y hay razones profundas cuya ignorancia impide a los reguladores situar sus mágicas propuestas en el terreno firme de la realidad: “Pero hay una razón quizás más fundamental que hace imposible la regulación del capitalismo, y es la caída de la mejora de la productividad. El capitalismo neoliberal tiene esta característica muy suya de haber sido capaz de restablecer la tasa de ganancia a través de la inflación de activos a pesar de una disminución relativa de las ganancias de productividad. Ya no tiene mucho que redistribuir y por lo tanto no tiene más remedio que aumentar de manera continua la tasa de explotación. Hoy en día, el capitalismo no beneficia más que a una pequeña fracción de la población. A la mayoría no le ofrece otra perspectiva que la regresión social sin fin”.
 
Y, más fundamentalmente, todo se basaba en otra ilusión, a saber, que el dinero puede generar dinero sin pasar por la casilla de la explotación. Para disipar esta representación fantasmagórica que los reguladores tienen del organismo económico es necesario disponer de una teoría del valor, marxista en este caso, de la que abominan los reformistas de toda laya.
 
Frente a esta regresión social y ecológica sin fin, no queda más remedio pues que proclamar de nuevo la vieja máxima de Rosa Luxemburgo contra el falso espejismo de los reguladores de un capitalismo con rostro humano. Porque estas ilusiones basadas en hacer retornar el genio malo a la botella no son solamente estériles, son también, desgraciadamente, mala pedagogía popular. Y representan por tanto obstáculos para el surgimiento de movimientos y luchas verdaderamente antagonistas que construyan alternativas frente a las crecientemente desconyuntadas relaciones sociales en el capitalismo desquiciado. En caso contrario, como describe Anselm Jappe, autor del libro titulado, significativamente, ‘Crédito a muerte’, las implicaciones de ese progresivo desquiciamiento del sistema de la mercancía pondrán a la especie humana y a su crucificado planeta ante una perspectiva catastrófica: “Lo que se avecina tiene más bien el aspecto de una barbarie a fuego lento, un sálvese quien pueda. Antes que el gran crash, podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una demora perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella como en la fábula de la rana y el agua caliente. Seguramente asistiremos a una espectacular difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de su socialización y construyan juntos una sociedad más humana”. Ojalá se equivoque.


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