Si no existiera la Unión Europea, ante la gravedad de la crisis y la magnitud de los retos globales que enfrentamos, seguramente habría muchos responsables políticos tratando de crear ese espacio público compartido para enfrentarlos con más eficacia. Sin embargo, disponemos del instrumento y lo vemos con creciente escepticismo y renacionalización de las políticas.
La necesidad del espacio de la Unión y de pactos entre todos los agentes sería más evidente si asumiíéramos la magnitud del desafío que tenemos por delante con todas sus implicaciones: económico-financieras, de sostenibilidad de nuestro modelo de cohesión social, energíéticas y de cambio climático.
En realidad deberíamos encarar esta situación como si nuestra sociedad y nuestro aparato productivo estuvieran ante una emergencia global. Sin embargo, temo que ni la percepción de los actores es íésta ni el estado de ánimo tampoco.
Hay, sin duda, una grave preocupación ante la crisis y temor e incertidumbre por los efectos para amplias capas de la población. Pero seguimos insistiendo en nuestras peleas en escenarios locales nacionales, ni siquiera europeos, a la búsqueda de los chivos expiatorios sobre los que cargar responsabilidades por el paro, la píérdida de renta, la dificultad de pago de las deudas de familias y empresas.
Por mucho que se insista en la dimensión global de los desafíos, esta persistente ceguera domina nuestros debates nacionales y los medios de comunicación. Sería un paso adelante que las campañas para los próximos comicios al Parlamento Europeo fueran explicativas y con propuestas para enfrentar la crisis, en lugar de campañas de descalificaciones y consignas arbitristas.
Pero es imprescindible una política de la Unión Europea como espacio público compartido, concertada con Estados Unidos y con otros actores internacionales como los reunidos en el G-20.
Enfrentamos una crisis de gobernanza global sin instrumentos para corregirla.
La convicción dominante durante años de que el mercado se autorregulaba a travíés de su "mano invisible" apartó a la política de su función reguladora como un estorbo para el crecimiento, con la misma fuerza que ahora se exige a los políticos que reparen el desastre. No es racional ni sostenible un sistema financiero que funciona con todas las tecnologías de la sociedad de información, creando productos sin bases reales, sin contabilidad, en un mercado mundial interconectado y permanente que no tiene reglas ni, por tanto, previsibilidad o control. Sus flujos han sido diez veces más que los de la economía real o el comercio.
No es racional ni sostenible el modelo productivo basado en el consumo masivo de energías no renovables que nos abocan a una crisis de oferta inevitable y que aceleran el cambio climático hasta lo irreversible.
No es racional ni sostenible una distribución del ingreso tan desigual entre los seres humanos, más allá de la incorporación en esos años de una parte considerable de la humanidad al consumo, porque estallarán los conflictos, ahora agudizados por el incremento de la pobreza.
La Unión Europea como tal y los países que la componen tienen que hacer un esfuerzo, acompañado de acuerdos sociales, económicos y políticos con todos los actores. Para incrementar las medidas anticíclicas, que rescaten y saneen el sistema financiero, capitalizándolo, y que aumenten la inversión pública generadora de empleo, porque la recesión sigue profundizándose y pocas áreas económicas tienen márgenes para cambiar la tendencia. Tiene razón Obama cuando pide ese esfuerzo mayor y coordinado.
El nuevo Parlamento Europeo y las demás instituciones que se habrán de renovar tienen la oportunidad de impulsar estas políticas y superar la desconfianza y el distanciamiento de los ciudadanos de la Unión.
* Ex presidente del Gobierno español.