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Autor Tema: Cuando baja la marea  (Leído 505 veces)

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Cuando baja la marea
« en: Febrero 04, 2010, 10:34:05 pm »


MANFRED NOLTE

Hace falta una nueva cultura que reconozca que los mercados no se corrigen solos y que, sin un adecuado ordenamiento, encubren la estela de la corrupción y el caos.

La memoria, uno de los atributos mas nobles y útiles de la inteligencia, está ahí­ para proporcionar perspectiva a las acciones presentes y restablecer el equilibrio de las pasadas. La memoria, si algo puede, es resistir al doble chantaje de la mentira y de la prisa.

Junto a la memoria individual surge la colectiva, cuya función es surtir a los diversos agregados sociales de un poderosí­simo baremo para evaluar los hechos históricos e instaurar en el presente las pautas correctas del futuro.

Dicho lo cual y aplicado al ámbito de la economí­a, surge inevitablemente la pregunta de por quíé ni los acadíémicos ni los gobernantes han podido tirar con fortuna del recuerdo histórico y encender a tiempo las alarmas para prevenir una crisis devastadora, siendo, como es, notoria la prevalencia cí­clica y recurrente de esta plaga comunitaria.

Las crisis se han asociado histórica y conceptualmente a la mera evolución del capitalismo, calificándolas de endíémicas al sistema de libre mercado, de tal manera que, a pesar de su contrastada periodicidad, su instante de irrupción, forma y procedencia seguirán eludiendo cualquier pronóstico medianamente aceptable. Esa es quizá la definición mas certera de una crisis. «Lo inevitable casi nunca sucede, pero sí­ lo impredictible», según Keynes.

Sí­mbolos totíémicos de esta ineptitud son el presidente de la Reserva Federal americana Alan Greenspan y su sucesor Leo Bernanke. La tíétrica profesión de impotencia realizada por el primero al confesar que «todo mi edificio mental acerca de la eficacia de los mercados se ha desplomado» es irrepetible. Tampoco desmerece en patetismo la promesa fallida de Bernanke a Milton Friedman en 2002: «En cuanto a la Gran Depresión. gracias a Vd. no volverá a suceder». O el vaticinio de 2005, según el cual «no esperamos que el mercado ’subprime’ afecte de forma significativa al resto de la economí­a».

En resumen, para esta segmento de opinión, la crisis post 2007 es «un suceso natural», un shock exógeno que no pudo ser anticipado.
La acción polí­tica emprendida en los cuatro últimos semestres ha sido coherente. Sin las lecciones aprendidas de la Gran Depresión de 1929 y demás crisis recientes, la recesión actual podrí­a haber transcurrido por derroteros aún mas sombrí­os.
Ello no quita para que íésta posea algunos rasgos diferenciales que aportar al acervo memorí­stico futuro.
En primer lugar, la banalización del riesgo acometida con anterioridad a 2008. El riesgo es un sentimiento que claudica gradualmente a la dinámica del hábito. Al racionalizarse como consecuencia de un siniestro tiende a la sobrerreacción, el mercado se vuelve unidireccional y los precios se desploman. Esta crisis de los bancos sobre los bancos procede de la actividad de un vasto colectivo gremial que ha convertido el riesgo incontrolado y su cesión temeraria a terceros en el corazón de su profesión y tambiíén de sus emolumentos. Cuando la tolerancia al riesgo se desvanece, la crisis estalla.
Es vital, por tanto, que se acometa una profunda reforma financiera de la que solamente existen a la fecha unos tí­midos apuntes. Sin reforma no hay ninguna razón para pensar que el sistema financiero no reincida en productos de nulo valor social y alto grado de opacidad que comprometan nuevamente al mercado con sus amargas secuelas sistíémicas.
En segundo lugar hay que aludir a la inconsistencia de un modelo de crecimiento basado en el endeudamiento desmesurado. Cuando el ratio de deuda/PIB se duplica o se triplica, la cuota de ingresos futuros que se consume en el presente tambiíén se duplica o se triplica. Ello implica necesariamente que se dispondrá de menor renta para gastar el dí­a de mañana, obstáculo que sólo puede superarse con niveles adicionales y crecientes de endeudamiento, un ‘Ponzi’ arquetí­pico ingeniado por las economí­as domíésticas.
La sobrerreacción a esta conducta es igualmente nefasta. La ley del píéndulo conduce a las familias a incrementar el ahorro hasta niveles nocivos para la demanda agregada. La supervisión debe considerar el nivel de endeudamiento privado y señalar pautas prescriptivas de comportamiento.

Warren Buffet apunta irónicamente que «sólo cuando baja la marea sabemos quien nadaba desnudo». El consenso económico ortodoxo que ha inspirado a Occidente durante díécadas se ha roto. La crisis, al aminorarse, sorprende en su desnudez a un ‘homo economicus’ furtivo y vacilante aferrado a una obsoleta ‘burbuja de conocimiento’.

Hace falta una nueva cultura que reconozca que los mercados no se corrigen solos y que, sin un adecuado ordenamiento, encubren la estela de la corrupción y del caos. Y que cobran sentido cuando se conforman eficazmente para promover el interíés mayoritario sobre la conveniencia de unos pocos.