LABIOS
«Fíate de mí», dice. Autista, no escucha
Al ser nombrado líder del PSOE, Rodríguez Zapatero estimó que era cosa de vida o muerte romper amarras con su antecesor, y ello representaba neutralizar cariñosamente a Felipe y marginar al felipismo y a los felipistas. Sin embargo, conforme fue afianzando su poder, se percató de que el peligro no procedía de la vieja guardia sino de su propia generación. Zapatero no se ha cepillado a sus «socialistas históricos», como lo demuestra que sus tres vicepresidentes actuales y el defenestrado Pedro Solbes son sexagenarios, que un ministro importante, Alfredo Píérez Rubalcaba, es uno de los representantes más genuinos del felipato; y otro tanto puede decirse de quienes ocupan cargos del calibre de la presidencia del Congreso de los Diputados, Josíé Bono, candidato del aparato en el XXXV Congreso; Miguel íngel Fernández Ordóñez, primero secretario de Estado y ahora gobernador del Banco de España, y tantos otros.
En realidad, lo que ha hecho el Maquiavelo leoníés es promocionar a la vieja y a la joven guardia. A la primera porque ya sólo promete para el pasado, y ni quiere ni puede regatearle el liderazgo. Y a la joven guardia, a la que la revista El Siglo denominó «la quinta del biberón», porque aún no están preparados para disputarle el poder, porque lo veneran y lo necesitan para afianzar sus respectivas posiciones.
Coincido con la opinión que me aporta Carmen Calvo: «En realidad a quien se ha cargado es a los maduritos, a la gente de su edad. Ha fusilado, metafóricamente, a la cohorte intermedia: a Jesús Caldera, a Juan Fernando López Aguilar, a María Antonia Trujillo, a Cristina Narbona, a Magdalena ílvarez, a Jordi Sevilla...».
Gente de la generación de Zapatero, que se considera injustamente desalojada del poder, personas que lo apoyaron en su Nueva Vía y otros que no lo hicieron pero que comulgaron con su discurso «generacionista», se está organizando y esperan poder decir algo de cara a la selección del próximo candidato a la presidencia del Gobierno.
Los ex ministros decapitados y otros que no fueron ministros, se reúnen a cenar una vez al mes en un restaurante próximo a los Nuevos Ministerios, y allí se intercambian información y perfilan estrategias para cuando llegue su momento. Parece que se ha abierto la veda y las críticas a Zapatero, todavía expresadas en las catacumbas, empiezan a elevarse a la superficie.
Otro de sus postulados básicos procede del feminismo que ponen en cuestión algunas ministras -así me lo han expresado tres- que lo tachan de «algo superficial». Una de ellas me dice: «El presidente improvisa un poco con lo de la mujer. Se ha creído que el feminismo es poner a cuatro chicas monas en el gobierno, pero luego no las deja que vuelen solas. El feminismo debe atravesar toda la acción del Gobierno». Otra comenta: «Es un snob. Se le nota en numerosos detalles, como el tipo de mujeres que elige para ministras: altas, delgadas, rubias y con mechas: Fernández de la Vega, Salgado, Garmendia, Aído… Ello refleja un toque machista. Ni se le ha pasado por la cabeza nombrar a una mujer baja y gordita».
LOS ENGAí‘OS
Rajoy, Artur Mas y otros dirigentes han dicho y repetido que Zapatero les ha engañado. Jordi Pujol asegura que «ha engañado primero a media humanidad, despuíés a la otra media y finalmente a toda la humanidad». Engañar a la oposición es casi obligado, pero engañar a su propia gente está más feo. Muy feo fue el engaño a Manuel Chaves. El astuto leoníés quería afrontar «el cambio» en Andalucía, así que necesitaba apartarlo: «Oye, Manolo, tú vas a ser el gran político del Gobierno. Vas a controlar los asuntos más delicados, los problemas territoriales, eterna pesadilla nacional. Tú estás para la gran política y no te voy a enredar con los tediosos menesteres del Ministerio de Administraciones Públicas, del coñazo de los funcionarios y todo eso. Tú, Manolo, como yo, a la gran política».
Manolo, quien a pesar de su larga experiencia política sigue conservando admirables dosis de ingenuidad, no se malicia de la letra pequeña. Y es que Zapatero no sólo le había quitado «ese coñazo de los funcionarios», sino que al tiempo le había arrebatado la potestad de nombrar y controlar a los delegados del Gobierno en las comunidades, lo que podría haber sido su gran palanca para seguir manejando las cosas en Andalucía.
El Gobierno no es, como pudiera suponerse, la máxima instancia del poder efectivo, el Ejecutivo. El poder no es ejercido por un órgano, sino por un organillo, el de Zapatero, quien se sirve de un elenco de incondicionales en el que sólo entran unos pocos ministros. Ello explica la baja calidad de su Gabinete, que selecciona a golpe de capricho o de estíética. No reconoce mucha relevancia a los ministros y vicepresidentes por dos posibles razones: la primera, porque estima que el único que hace política es íél. La segunda, que huya de los más valiosos para no delegar un ápice.
No crea equipos propios, pero ostenta una habilidad especial para destrozar los intentos de sus ministros para hacer los suyos. No se corta un pelo a la hora de colocarles o cesarles secretarios de Estado, subsecretarios y directores generales. No se molesta en guardar las formas con ellos: los ningunea, los suplanta, los puentea, se enteran por la prensa de asuntos que afectan a sus departamentos. Procede así sin mala intención, con inocencia, una conducta que se desprende de forma natural de sus convicciones mesiánicas. í‰l es la fuente de la verdad y del bien. Hay ocasiones, sin embargo, en que decide humillar a alguien para que nadie olvide hasta dónde llega su poder. Como «gimnasia del poder».
Es una tíécnica o despreocupación que ZP aplicó con Elena Salgado cuando íésta regía Sanidad, explicando en Baleares que se cargaría la ley del vino. Elena, sin poder contener las lágrimas, se lamentaba con los compañeros: «Estoy hasta las narices. Me voy con mi hija, que vive en Londres, porque aquí no hay ni racionalidad ni europeísmo».
Cuando Salgado se enteró por la prensa de que Zapatero había descalificado su proyecto en público, llamó al presidente pero íéste no se puso. En su lugar la llamó la vicepresidenta: «Por favor, Elena, tranquilízate». «Ni tranquilidad ni gaitas, -replicó indignada-. Yo dimito». «No creo que sea necesario dimitir. Mira, mañana hablamos con calma antes del Consejo de Ministros», insistió Fernández de la Vega.
Aquel consejo lo presidiría Fernández de la Vega, pues Zapatero estaba de viaje. Ambas mujeres se reunieron y Salgado mantuvo su dimisión aunque aceptó no hacerla pública hasta hablar con Josíé Luis. Finalmente Salgado pudo expresar sus quejas al presidente y algo le diría íéste que le hizo reconsiderar su decisión. Le diría que tenía grandes planes para ella.
En efecto, la hizo vicepresidenta económica y Salgado se ha convertido en devota del mesías, como corrobora la siguiente aníécdota: Elena Salgado veranea en Comillas. En el verano de 2009 (había sido nombrada vicepresidenta en abril) cena con unos amigos. Uno de ellos, industrial conocido, hace un análisis duro de la situación: «Elena, los empresarios estamos muy preocupados… ¿No vais a hacer reformas estructurales, que te aseguro son absolutamente necesarias? ¿Quíé pensáis hacer contra la crisis?». Respuesta: «Le hemos dado muchas vueltas, pero al final nos vamos a dejar guiar por la intuición del presidente. Josíé Luis es una persona muy intuitiva y siempre acierta. Su intuición le dice que hay que dejar pasar el tiempo, así que no vamos a hacer nada».
EL NO NOMBRAMIENTO
Fernández de la Vega fue una apuesta personal del leoníés, que quería una mujer para la vicepresidencia; pero el nombramiento tenía otra implicación, el no nombramiento del vicepresidente in píéctore, Jesús Caldera, su segundo hombre, que se creía con derechos propios, que lo tomó tan mal que se pasó seis meses sin dirigir la palabra al jefe. Cuando algún compañero le incitaba a salir con más energía en defensa del Gobierno, solía contestar: «Que salgan los generales, los capitanes no tenemos que salir».
El leoníés remataría la faena al cesarle como ministro de Trabajo. La forma de cesarle es una muestra de otro de sus rasgos de carácter, entre irónico y prepotente. Caldera le pide explicaciones:
-¿Por quíé me cesas, Josíé Luis?
-Por tu política inmigratoria.
-Será por la tuya.
-Por eso, Jesús, por eso -le aclara con sonrisa maquiavíélica.
Pero Josíé Luis, que a pesar de su sonrisa estaba pasando un mal rato, le endulza la píldora: «Críéeme, tengo que cesarte, pero te recuperaríé más adelante». Y hasta ahora.