De carne somos
Pero todo siempre fue mero discurso y ahí se quedaba. Nada de experimentación, medición ni observación. Hasta que reciíén en 1907 el míédico estadounidense Duncan Mac Dougall (de Haverhill, Massachusetts) osó hacer lo que ni a Platón ni a Aristóteles se les había ocurrido: pesar –literalmente– un alma. Decididamente, lo primero que hizo fue comprar una “cama-balanza†que –según lo engatusó el vendedor– era sensible al peso de un pelo. Así, la armó y la arrinconó cerca de la ventana de su oficina. Lo que le faltaba entonces eran candidatos que dejaran pesar su yo interior más íntimo. Nadie sabe cómo, pero para febrero de ese año había reclutado a seis moribundos (cuatro de tuberculosis, uno de diabetes y el sexto de causas no especificadas). Y así fue: los observó antes, durante y despuíés del proceso de muerte y midió puntillosamente cada cambio de peso. El resultado parecía coincidir en cada caso: exactamente, 21,262142347500003 gramos era la diferencia entre el peso del cuerpo viviente y del cadáver. O dicho en otras palabras, que el alma no sólo existía, tenía masa, sobre ella tambiíén actuaba la gravedad y pesaba lo mismo que una moneda de cinco centavos, una barrita de chocolate, una feta de jamón o un colibrí.
Mac Dougall estaba tan entusiasmado con todo el asunto de jugar a la balanza que repitió el experimento con 15 perros que, luego de muertos, no registraron la sustracción de los famosos 21 gramos (para el míédico todo cuadraba: sin dudas, íésta era la prueba por excelencia de que los únicos que gozaban de alma eran los seres humanos).