EL SHANGRI-LA DE JAMES HILTON
Como esos espejismos que en el desierto siempre están unos pasos delante pero el viajero sediento nunca alcanza, Shangri-La es un mundo escondido al cual parece imposible acceder. La antigua creencia budista dice así: "Para llegar, no es preciso contar con un mapa o guías avezados, sólo es necesario estar preparado íntimamente. Entonces, lo inefable aparecerá ante la vista en todo su esplendor". ¿Es Shangri-La el paraíso perdido donde habitan hombres perfectos, la Kalapa de los hindúes? ¿Es el valle oculto de Kun Lun donde, según los chinos, viven seres inmortales? ¿Es la Tierra de las Aguas Blancas, la Bielovodye rusa, aquella de los santos ermitaños de gran sabiduría? ¿O es Chang Shambhala, el lugar sagrado de los budistas donde se encuentra la fuente de la eterna sabiduría? Es todos y no es ninguno. Como los espejismos, está y no está. Sólo espera al peregrino de corazón límpido y espíritu abierto para ofrendarle sus misterios.
En su novela 'Horizontes Perdidos', el escritor inglíés James Hilton construyó un mundo ideal, al que llamó Shangri-La (un nombre de su invención convertido al poco tiempo en sinónimo de lugar edíénico). Estaba poblado por un grupo de elegidos provenientes de distintas partes del mundo y eran gobernados por un Dalai Lama muy especial: el misionero católico Francois Perrault, de la orden de los Capuchinos, que había arribado al Tíbet en 1734 y seguía vivo hacia 1930, fecha en que transcurre la mayor parte de la novela. Hugh Conway, joven cónsul inglíés en la India, llega con otros tres británicos hasta un oculto valle tibetano despuíés de un accidentado viaje en avión. Cuando Conway vio Shangri-La, se enfrentó con "una extraña y casi irreal aparición: un grupo de coloridos pabellones se agrupaban en la ladera de la montaña. Era soberbio y exquisito. Una contenida emoción llevaba la mirada desde los leves techos azules hasta la tremenda mole gris de la roca. Más allá, lo rodeaban los picos y pendientes nevados del Karakal".
En el antiguo monasterio budista, Conway y sus compañeros de viaje encuentran un lugar donde la reducida comunidad de lamas intenta conservar los tesoros de la civilización, amenazados por la violencia de "una íépoca en que el hombre, al regozijarse con la tíécnica del homicidio derramará una rabia tan ardiente sobre el mundo que toda cosa preciosa estará en peligro". El mundo que acababa de salir de la Primera Guerra Mundial y advertía la cercanía de nuevas tragedias que se trasluce en las páginas de 'Horizontes Perdidos', donde el idílico universo tibetano que construye Hilton no es una promesa de futuro un rescate del pasado ideal, del paraíso perdido por la civilización de la máquina.
Cuando Hilton ubicó a su mítica Shangri-La en el Tíbet, los lectores occidentales de su novela fueron fascinados por ese mundo misterioso que desde antiguo había atrapado el interíés de misiones y expedicionarios. Desde los principios del siglo XVI, los jesuitas intentaron llegar a esas altas mesetas cercanas la Himalaya donde se creía existía una antigua comunidad de primitivos cristianos. Cuando finalmente el padre Antonio de Andrade logró atravesar mil obstáculos y acceder al prohibido reino de Guge, se encontró con los lamas, monjes budistas de muy extrañas y crueles costumbres: entre ellas, el asesinato deliberado de numerosos campesinos elegidos al azar, ceremonia que se cumplía una vez por año y mediante la cual los muertos alcanzaban "la eterna felicidad". Asimismo, sorprendió a los misioneros europeos el hábito de los lamas de adornar sus vestidos con huesos humanos. A lo largo de los siglos siguientes, los jesuitas enviaron numerosas misiones al Tíbet para ser finalmente reemplazados, según orden papal, por la orden de los Capuchinos.
A principios del siglo XX, la escritora francesa Alexandra David-Níéel, gran conocedora de la religión budista, recorrió caminos escarpados y enfrentó lluvia, barro, nieve, granizo y la hostilidad de tibetanos, chinos e ingleses hasta llegar a las lamaserías. Libros suyos como 'Magia y misterio en el Tíbet' contribuyeron a alimentar en Occidente la imagen legendaria de un país inaccesible y misterioso. A travíés de sus obras se difundió la capacidad de los monjes tibetanos para entrar en profundos trances, levitar y dominar las sensaciones corporales, como tambiíén la creencia de que podían predecir el porvenir, virtudes que Hilton atribuye a los lamas de Shangri-La. En uno de sus relatos, David-Níéel describe cómo un lama se eleva en el aire en forma que parece sobrenatural: "Pude ver su rostro impasible, perfectamente tranquilo, con los ojos abiertos y la mirada fija en algún lugar muy elevado. El hombre no corría, parecía elevarse del suelo y avanzaba a saltos. Sus pasos tenían la regularidad de un píéndulo".
Entre los antiguos mitos budistas figura un paraíso perdido, conocido como Chang Shambhala, la fuente de la sabiduría eterna donde vivían seres inmortales en armonía perfecta con la naturaleza y el universo. En la India, ese lugar maravilloso perdido en el Himalaya se llama Kalapa, mientras la tradición china lo ubica en los montes Kun Lun. Asimismo, en la antigua Rusia – adonde no había llegado la creencia budista pero se alimentaba de leyendas orientales llevadas allí por las invasiones tártaras – se hablaba de la legendaria Bielovodye, la Tierra de las Aguas Blancas, donde vivían santos ermitaños de inmensa sabiduría.
La existencia de túneles bajo el palacio del Potala en Lhasa se entreteje con otro mito tibetano cultivado por escritores europeos. En su novela Shambhala, el espiritista ruso Nikolai Roerich habla de Agharti (deformación de Agharta, nombre del paraíso subterráneo budista) como del lugar donde estaba Chang Shambhala, sede del "rey del mundo". Según Roerich, Agharti estaba relacionado con todos los continentes por medio de pasadizos secretos.
Shangri-La es tan enigmático y evasivo como el mismo Tíbet, donde lo ubicó el novelista James Hilton. En el valle de la Luna Azul está el mítico reino intemporal de hombres sapientes y longevos. Un lugar en donde se contempla la salida del Sol mientras que los hombres del mundo exterior sólo oyen la alarma del reloj que los reclama para urgentes obligaciones.