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Autor Tema: Las edades esótericas del hombre.  (Leído 3169 veces)

Scientia

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Las edades esótericas del hombre.
« en: Diciembre 10, 2007, 08:48:06 pm »

 
Cada ser humano tiene su destino particular que es como una cuerda hecha con muchí­simos hilos de diferentes colores, resistencias, longitudes y ciclos de vida.

Influyen asimismo las decisiones que cada uno toma ante todas las oportunidades y tambiíén factores misteriosos que están por encima de todos los «horóscopos», circunstancias y educación. En todas las Religiones Mistíéricas de la Antigí¼edad, desde la Sumeria a la Etrusca, ese «factor X» -que así­ lo han llamado diferentes pensadores del siglo XX- no es mensurable ni previsible... Sabemos que existe por sus efectos evidentes, pero no sabemos lo que es.

Según Homero y Virgilio, esta Voluntad Ultíérrima estaba por encima, no sólo de los hombres, sino tambiíén de los Dioses y de todo aquello que podamos concebir... el mundo de lo inteligible, por paradoja, tiene raí­z irracional... o pararracional, que en la práctica es lo mismo.

Pero para facilitar ciertas comprensiones, el esoterismo diferencia los años que un hombre puede vivir en ciclos de siete.

Hasta los 7 años: Existe un descenso paulatino de los Principios espirituales, mentales y psicológicos en general. Existe una especie de «Angel de la Guarda» que vigila la entrada del Alma en la encarnación y «suaviza» sus choques con el mundo en el que le toca vivir. Padres, familia y educadores tienen gran importancia. El niño es, salvo excepciones, un ser plástico que responde a los acicates del castigo y la recompensa; necesita autoridad y control permanente que le permitan un aprendizaje instrumental. Si nace en familia cristiana, será cristiano y si en judí­a, judí­o, etc. Su contacto con el medio social es una «vacuna» que le permitirá sobrevivir a futuros embates. Necesita cariño, que no es debilidad ni gazmoñerí­a.

Hasta los 14 años: Habiendo sobrevivido a la niñez, entra en una etapa «gozne» y, a travíés de la fantasí­a y de la imaginación, se introduce el ser humano en el mundo de los adultos que no acepta ni rechaza totalmente. Está probando. Necesita que le dejen, controladamente, acertar y equivocarse. Su propio Espí­ritu empieza a manifestarse y crea la imágenes de aparentes rebeldí­as.

Hasta los 21 años: Pasada la etapa anterior, el Espí­ritu se manifiesta más fuertemente y se perfila la personalidad y las posibilidades definitivas. Se entra en la plenitud... inmadura. Los roles sexuales se afirman.

Hasta los 28 años: El Espí­ritu se ha manifestado y el camino para toda la vida se hace evidente. Todo toma formas concretas y se tiende a imponer la propia naturaleza en todos los órdenes.

Hasta los 35 años: Se llega a todas las formas definitivas y la espiritualidad vence o fracasa; ya no habrá cambios de fondo al respecto. Se camina por sendas elegidas y lo que puede variar ahora es la velocidad, aparte de pequeños desplazamientos de los focos de interíés y centros de invento. Aunque pueda no parecerlo, la posibilidad de cambios ha quedado atrás y tan sólo se pueden afirmar o debilitar los elementos de la personalidad según la fuerza del Espí­ritu. Se está en la mitad de la esperanza de vida, en la cumbre de la montaña de esta vida y se empiezan a percibir más claramente paisajes y fuerzas, lo que provoca acción y curiosidad. Los elementos ya existentes se combinan y recombinan en una «segunda juventud».

Hasta los 42 años: Los efectos de la que llamamos «segunda juventud» se hacen perceptibles y se instrumentalizan. Son necesarios logros, conquistas, adquisiciones. Al final del ciclo se empieza a bajar «la montaña biológica» y aparecen conflictos entre el Espí­ritu, el Alma y la Personalidad. Aquí­ se definen los valerosos y los cobardes. El desafí­o de la vida se plantea y replantea.

Hasta los 49 años: Un sentimiento que permaneció casi en latencia se manifiesta: el apuro por plasmar cosas, y íéstas serán según la naturaleza de cada uno y su grado de espiritualidad o materialismo. La experiencia individual se ha decantado e influencia fuertemente en los actos, sentimientos e ideas. El cuerpo, por su parte, presenta las caracterí­sticas propias de la perdida juventud. Esto no siempre es aceptado y ello hace que esta edad sea especialmente peligrosa para el equilibrio fisiológico y mental.

Hasta los 56 años: Se inicia una doble fuga psicológica hacia atrás y hacia adelante. Se recuerdan los «buenos tiempos» y se proyecta con fuerza para el futuro. El presente se evidencia efí­mero y díébil. Hace falta afianzarlo para cogerse fuertemente a algo. Las posiciones se radicalizan y maduran. Si se ha tomado el camino espiritual, se entra en un perí­odo muy fructí­fero y si no, en un simulacro de nuevas creaciones... que son las mismas de antes, pero mucho más definidas, sólidas... y estáticas.

Hasta los 63 años: El «ocaso» de la vida se hace evidente y todos, de una manera u otra tratan de dejar «cosas hechas» que otorguen seguridad colectiva e individual. Depende de la cultura, carácter y espiritualidad, el grado en que la radicalización de las creencias se plasme en obras realmente útiles. La convivencia se torna cada vez más difí­cil y se la rechaza a la vez que se la necesita, a veces de manera traumática.

Hasta los 70 años: Según se hayan ejercitado, algunos principios espirituales se retiran o se afirman. Es el final, el «broche» que puede ser de oro o de hierro. El cuerpo entra en deterioro que pone a prueba la templanza. La idea de la muerte, en sus diversas acepciones, se hace constante. Para algunos, íésta es un último incentivo y para otros la puerta de la desesperación, de la resignación, de la rebeldí­a (ahora sí­ autíéntica) lo que puede provocar un enfrentamiento consigo mismo y con el entorno fí­sico, psí­quico, mental o espiritual.

Si se sobrepasa esta edad, todo pronóstico se hace aventurado, pues los ancianos pueden convertirse en rocas sólidas de maravillosos ejemplos... o en empecinados enemigos de todos y de todo. Por lo general se experimenta una gran soledad, dorada u opaca. La mayor parte no entienden a los más jóvenes y se enfrentan con ellos, envidiando de alguna manera su juventud. Ahora, todo dependerá de la vida que se ha dejado atrás. Leyes de la Naturaleza, absolutistas y dogmáticas, hacen cosechar apresuradamente lo que se ha plantado de forma inexorable.

Si el fin sobreviene por una enfermedad especialmente larga, suelen reaparecer caracterí­sticas netamente infantiles. Si no, o si la fuerza espiritual es muy grande, el Espí­ritu dará sus más bellos esplendores como despedida final, penetrando de nuevo en una realidad í­ntima y misteriosa, como la de los niños pequeños. Aun estando en este mundo ya no se vive en íél.