Por... Daniel Griswold
Una de las muchas expectativas acerca de los nuevos representantes del Partido Republicano en el Congreso tiene que ver con cómo votarán en cuestiones relacionadas al libre comercio. Los miembros reciíén electos, en su mayoría vinculados al movimiento del Tea Party, podrían ser llamados a votar en los próximos meses sobre los acuerdos comerciales pendientes con Corea del Sur, Colombia y Panamá.
A primera vista, los creyentes en un gobierno limitado de este grupo de representantes deberían tener una disposición favorable a los acuerdos comerciales que reducen los aranceles, los cuales son, despuíés de todo, impuestos del gobierno sobre las importaciones, impuestos dirigidos específicamente a disminuir la competencia en un mercado libre. El libre comercio es un principio básico de la economía de mercado que se remonta a Adam Smith.
Las primeras señales muestran que la mayoría del nuevo grupo de republicanos verdaderamente entiende sobre comercio. En contraste con la postura de los demócratas, la mayoría de los novatos republicanos se negaron a demonizar el comercio en sus campañas. Tres cuartas partes de los reciíén llegados –un total de 66 en el último recuento- firmaron la semana pasada una carta dirigida al presidente Obama expresando su firme apoyo a la expansión del comercio y su disposición de trabajar con íél para aprobar los tres acuerdos “dentro de los próximos 6 mesesâ€.
¿Por quíé alrededor de un cuarto de los nuevos republicanos se niega a firmar una carta pública en apoyo a los acuerdos de libre comercio –acuerdos que eliminarían casi todas las barreras al comercio en esos tres países, abrirían los mercados a $11.000 millones adicionales al año de exportaciones estadounidenses y fortalecerían los vínculos de EE.UU. con Asia del Este y Amíérica Latina? Buena pregunta.
Aquellos que se negaron a firmar podrían haber sido persuadidos por el argumento de algunos en la derecha de que los acuerdos comerciales no son realmente para el libre comercio, sino para el comercio administrado, lo cual sería una violación de la Constitución y una entrega de la soberanía de EE.UU. a burócratas internacionales sin rostro. Si esa es la razón, esos miembros estarían sacrificando la libertad y oportunidad económicas de sus electores, en nombre de un falso entendimiento de cómo funcionan los tratados comerciales en el mundo real.
Primero, un acuerdo comercial no es “comercio administrado†de acuerdo a alguna definición generalmente aceptada. Para la mayoría de las personas familiarizadas con la política comercial, el comercio administrado significa el establecimiento de cuotas u objetivos específicos para importaciones y exportaciones. La presión en los ochentas de EE.UU. sobre Japón para que su gobierno limite “voluntariamente†la exportación de carros al mercado estadounidense fue comercio administrado. Las cuotas que EE.UU. impone al azúcar importado, las cuales virtualmente garantizan a los productores nacionales el 85 por ciento de nuestro mercado constituyen comercio administrado.
En contraste, los acuerdos comerciales eliminan aranceles, barreras y controles al comercio para que consumidores y productores en el mercado, no los Estados, determinen lo que importamos y exportamos.
En segundo lugar, los acuerdos comerciales son constitucionales según cualquier interpretación justa. El artículo 1 en la Sección 8 de la Constitución de EE.UU. autoriza al Congreso a “regular el comercio con naciones extranjerasâ€. Mientras la rama ejecutiva negocia acuerdos comerciales, es el Congreso quien debe votar para aprobar cualquier legislación de implementación. El presidente no puede cambiar un solo arancel sin una ley del Congreso que autorice el cambio.
Lo que hacen los acuerdos comerciales es involucrar en el proceso al Poder Ejecutivo, de tal manera que se maximicen las oportunidades de reducción de aranceles y se minimice el peligro de un proyecto de ley que unilateralmente aumente los aranceles. Esto es precisamente lo que sucedió en 1930 cuando el Congreso, actuando enteramente por cuenta propia, aumentó cientos de aranceles en un intento inútil de ayudar a la industria y a la agricultura estadounidenses. El resultado fue la Ley Arancelaria de 1930, mejor conocida como la Ley Arancelaria Smoot-Hawley, la cual no hizo nada para salvar puestos de trabajo pero si provocó represalias por parte de nuestros socios comerciales, lo que condujo a la estrepitosa caída de las exportaciones de EE.UU. y a una Gran Depresión mucho más profunda y prolongada.
En su nuevo y maravilloso libro, Peddling Protectionism: Smoot-Hawley and the Great Depression (Princeton University Press), el economista e historiador de Darthmouth College, Douglas A. Irwin, advierte que el Congreso, si se le permite conformar por cuenta propia la política comercial, será rápidamente capturado por intereses especiales. El problema con Smoot-Hawley “era que cada miembro del Congreso protegía los intereses particulares de productores en su respectivo distrito sin considerar el amplio interíés nacional, particularmente aquellos que no estaban representados en el proceso legislativoâ€.
Para la díécada de los cincuenta, el Sr. Irwin señala que “ambos partidos respaldaron la idea de que la rama ejecutiva debía poder concluir acuerdos comerciales con otros países. Como resultado, la Ley de Aranceles resultó ser la última vez que el Congreso determinó aranceles específicos aplicados a importaciones de EE.UU.â€.
A los que apoyan menos interferencia del gobierno en el comercio debería resultarles difícil cuestionar el íéxito de la liberalización comercial negociada despuíés de la Segunda Guerra Mundial. El Sr. Irwin dice: “Desde la Segunda Guerra Mundial, una serie de acuerdos comerciales multilaterales y bilaterales han reducido los aranceles a niveles que habrían conmocionado a Smoot y a Hawleyâ€. El arancel promedio sobre las importaciones sujetas a impuestos era de 45 por ciento en 1930, frente a un 5 por ciento en 2010. ¿No es eso progreso de acuerdo a cualquier medida?
Finalmente a algunos conservadores les preocupa que los acuerdos comerciales comprometen la “soberanía†de EE.UU. En la práctica, los acuerdos comerciales son un ejercicio de soberanía. El gobierno estadounidense logra un acuerdo con otro gobierno para limitar cada uno sus aranceles hacia las exportaciones del otro, para el beneficio mutuo de sus ciudadanos.
El resultado de los acuerdos comerciales es que los ciudadanos disfrutan de mayor libertad y soberanía en sus decisiones diarias como consumidores y productores