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Autor Tema: La sociedad basurí­fera...  (Leído 261 veces)

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La sociedad basurí­fera...
« en: Mayo 11, 2011, 10:01:33 am »
Por...  Luis E. Sabini Fernández
 

Cada vez más indisimulablemente el rasgo dominante de nuestra íépoca es la contaminación. Los agentes de RR.PP. hablan de la “era del automóvil”. Los propagandistas ciberníéticos hablan de la “era digital”.
 
Los ideólogos del american way of life nos hablan todaví­a desde Hollywood, la Casa Blanca, y el Pentágono, una santí­sima trinidad que nos quiere persuadir que ya estamos o vamos llegando al “mejor de los mundos”… algo un poco arduo si pensamos que un sexto de la humanidad pasa hambre diaria, que un tercio de la humanidad carece de agua potable, que un número ríécor de niños en el mundo sobreviven con jornadas matadoras de trabajo, que nunca como antes hay militares yanquis (y cada vez más israelí­es) detrás de las matanzas sistemáticas a civiles, a familias, a mujeres, viejos y niños en Pakistán, en Sudán, en el Congo, en Sierra Leona, en Palestina, en Haití­, en Míéxico, en Irak, en Libia, en Colombia, en Honduras, en Afganistán…
 
Pero aunque esto último nos podrí­a llevar a pensar que la violencia y el terror organizado desde la seguridad es el rasgo dominante de nuestra íépoca, vamos a ver que el tratamiento otorgado a estos humanos perifíéricos tiene mucho que ver con la relación que ha establecido la sociedad dominante con el resto del planeta, incluido sus humanos: la sociedad de origen occidental, hipertecnificada, sólo produce desechos. Parece que no en un primer momento, puesto que los desechos son durante un cortí­simo y fugaz momento, inicial, vistosí­simos gadgets, comodí­simos avances en la comunicación, el transporte y el alcance de bienes a los miembros de una sociedad, pero en un lapso cada vez más corto todos los productos de este sistema aparentemente productivo termina produciendo un solo elemento: desechos, menos visibles, claro, que aquellos hallazgos comunicacionales, ingenieriles, arquitectónicos, porque los desechos no logran la resonancia mediática de los “grandes inventos de la humanidad” y menos todaví­a la de los disparos, las bombas y la sangre.
 
Lo que va invadiendo todo el planeta, los campos, su fauna y flora, los mares desde donde se originó la vida en todo el planeta y, ciertamente, nuestros cuerpos, son los desechos. Los desechos de una sociedad hipertecnificada, quimiquizada que, al parecer, al ir otorgándonos tanta capacidad tecnocientí­fica, tanta precisión en el conocimiento de la materia mega- y nanocorpuscular −como en esos relatos de poderes extraordinarios que se obtienen o se pierden− nos fue debilitando el viejo y probado sentido común.
 
Porque somos una sociedad hipertecnificada pero cegata. No nos damos cuenta, ni queremos, del rastro de muerte que vamos dejando con nuestros tachos de desperdicios, con nuestros automóviles, con nuestros refrigerios al paso, con la supresión de la mano −como explica Vandana Shiva− convertida en agente criminal al rozar nuestros alimentos y objetos fetiche, sistemática-mente sustituida por envases y bolsas que van dejando el tendal en calles, campos, rí­os, mares.
 
El planeta, incapaz de reabsorber la masa brutal de desechos, en mayor proporción cada dí­a, no biodegradables, ha ido “generando” −a la par de los humanos sus grandes sumideros de desechos cada vez más transitados por otros humanos− islas de basura flotante en todos los mares, que compiten cada vez más y más ruinosamente con las capas de plancton, como la del “mar de los sargazos”, que han constituido la fuente nutricia para enorme variedad de fauna y flora. Las islas de basura, en cambio, son una fuente mortuoria  −valga la contradicción de los tíérminos−, para la fauna que ingiere sus elementos confundidos con presas o bocados comestibles.
 
La cuenca del Riachuelo, por ejemplo, en Argentina, recibe efluentes de unos 23 mil establecimientos fabriles, y prácticamente todos “espontáneamente” descargan sus residuos, ligeramente contaminantes o supervenenosos, en el rí­o.
 
La basura aparece, casi siempre, por motivos de nobilí­simas causas. El envenenamiento de los campos, ante el cual hoy siguen resistiendo campesinos pequeños, trabajadores artesanos rurales, organizados como es el caso del MOCASE santiagueño o del MST brasileño con sus millones de adherentes, o aislados y diezmados en “La República Unida de la Soja”[1] se disparó cuando los laboratorios dedicados a la actividad militar quedaron desocupados con “el estallido de la paz” luego de la 2GM y buscaron ubicar sus mortales productos en algún otro “frente”. Se les ocurrió algo genial: en lugar de matar humanos enemigos, matar plagas ancestrales de todos los cultivos y causa de tantos padeceres de los campesinos. Con lo cual salvaban su rentabilidad y le iban a hacer un enorme favor a la humanidad. Porque sentirse buenos es siempre primordial.
 
Y así­ se empezó a envenenar los campos. Es decir, primero a sus “sabandijas”, luego a la flora y fauna silvestre que caí­a bajo el tratamiento, pero que poco importaba −total, si son yuyos− y así­ sucesivamente. Poco a poco los residuos tóxicos se fueron alojando en los tejidos musculares o grasos de los animales mayores hasta llegar finalmente al hombre, cerrando un malíéfico cí­rculo, no sabemos si más malíévolo por sus venenos o por la arrogante petulancia de sus promotores. En el camino, se habí­an ido atrofiando, sufriendo mutagíénesis o diversas enfermedades −cutáneas, vinculadas a la fertilidad, cánceres, del sistema nervioso o del inmunitario, hormonales− los anfibios, los peces, los animales domesticados, y lo que ni conocemos de lo que le puede haber pasado a insectos y microorganismos. Así­ estamos ahora en “La República Unida de la Soja”
 
John Peterson Myers, Dianne Dumanovski y Theo Colborn, tres biólogos estadounidenses, hicieron durante años un cuidadoso relevamiento de apenas un tipo de elementos patógenos en todo el mapa de EE.UU.: los disruptores endócrinos, producidos por la difusión de falsos estrógenos producidos por la industria, fundamentalmente a travíés de materiales plásticos, de PCB, DDT, disfenol-A (un componente habitual de biberones desde que “el mercado” decidiera la sustitución de los de vidrio por los sintíéticos) y algunos otros productos quí­micos similares.
 
El balance, 1996, fue desolador. Se estima que en EE.UU. (y en general en los paí­ses del llamado Primer Mundo) la infertilidad afecta un quinto de las parejas. Pero no se trata de un cuadro estanco: Peterson, Dumanovski y Colborn[2] verificaron que durante las cinco díécadas de la segunda mitad del siglo XX sus varones registran siempre menor cantidad de esperma cada díécada, lo que se llama una decadencia sostenida y ya no casual.
 
Pero así­ como el guionista Ted Perry puso en boca del cacique Seattle las sabias palabras de que “lo que le pase a los animales, nos va a pasar ineluctablemente a los humanos”, y así­ como Einstein advirtió que si llegaran a desaparecer las abejas, la humanidad seguirí­a sus pasos muy poco despuíés (“tres años”, se dice que dijo), ya sabemos que lo que está pasando en EE.UU. o el Primer Mundo en cuanto al grado de contaminación ambiental, −lo que verificaron los biólogos norteamericanos mencionados− está llegando muy rápidamente a nuestras perifíéricas costas, puesto que los afanes globalizadores que han puesto en movimiento tanto las íélites de los paí­ses centrales como sus adalides e imitadoras íélites de los paí­ses perifíéricos −tanto los Macri como los K− no nos van a privar de compartir semejantes “trofeos”.
 
En Argentina, tenemos pruebas por doquier. Con la sojización y con el aumento de desechos per capita en la capital y ciudades ricas, mejor dicho enriquecidas del paí­s, con guarismos que se van acercando al Primer Mundo: un porteño deposita alegremente más de un kilo diario en su bolsita de plástico para hacerla, ¡zas! desaparecer en los camiones del CEAMSE. Y a ese kilo y cuarto diario de cada uno de los millones de habitantes capitalinos, hay que agregarle todo lo que ese mismo habitante contribuye con sus desechos en la órbita laboral, en la calle, y con la llamada “basura especial” que se produce con cada recambio de un electrodomíéstico, una mejora edilicia, con cada renovación de mobiliario, de elementos de higiene o de escritorio… y ni hablar de la “producción” de desechos que insumen todos los artí­culos y renglones cotidianos que este satisfecho habitante consume; carne de feed-lot, pollos a hormonas, tomates transgíénicos enlatados… En general cada kilo de mercancí­a significa el desgaste o la contaminación de quintales de “insumos”, desde agua hasta otras materias primas, sólidas, lí­quidas o gaseosas, provenientes de todos los niveles bióticos.
 
La pregunta elemental es, no si es sustentable, ociosa pregunta, sino: ¿hasta cuándo?

 
- Luis E. Sabini Fernández es Miembro de la Cátedra Libre de Derechos Humanos, Facultad de Filosofí­a y Letras, Universidad de Buenos Aires, periodista, editor de futuros del planeta, la sociedad y cada uno


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