Por... Rodrigo Botero Montoya
Las secuelas de la crisis financiera en Estados Unidos y la postura monetaria adoptada por la Reserva Federal están creando una coyuntura externa de difícil manejo para las naciones emergentes.
La resistencia del Congreso norteamericano a incrementar el díéficit fiscal con el fin de reactivar la economía ha conducido a acentuar el carácter expansivo de la política monetaria como ingrediente central de la respuesta anti-cíclica.
Por ser el dólar la principal moneda de reserva del mundo, el consiguiente aumento de liquidez internacional tiene efectos inflacionarios más allá de las fronteras de Estados Unidos.
Así no sea íése el objetivo explícito de las medidas mencionadas, la consiguiente devaluación del dólar favorece las exportaciones y permite aliviar la carga financiera de Estados Unidos, gracias al privilegio de poder contraer deuda externa en su propia moneda.
Las autoridades norteamericanas mantienen un discreto silencio acerca del impacto que tengan sobre el resto del mundo políticas diseñadas con el exclusivo propósito de beneficiar a la economía nacional. El mensaje tácito que conlleva la implementación de las mismas parece ser que las consecuencias sobre los demás países no son asunto suyo.
Respecto a la tasa de cambio, la formulación ritual de los funcionarios de la Casa Blanca y la Reserva Federal es que ese tema es responsabilidad del Departamento del Tesoro, pero que Estados Unidos está a favor de un dólar fuerte.
Christina Romer, quien dirigía hasta hace poco el Consejo de Asesores Económicos del Presidente, señala que no siempre es deseable tener una moneda fuerte.
"En condiciones de pleno empleo, un dólar fuerte favorece el estándar de vida de los americanos. Un dólar valorizado significa que nuestra moneda tiene un alto poder de compra en el exterior. En una economía deprimida, no es tan claro que sea deseable tener un dólar fuerte. Un dólar más díébil significa que nuestros productos cuestan menos que los extranjeros. Eso estimula nuestras exportaciones y disminuye nuestras importaciones. Mayores exportaciones netas aumentan la producción domíéstica y el empleo. Los bienes importados se encarecen pero hay más americanos trabajando. A la luz de la angustiosa necesidad de crear empleo, en tíérminos netos nos conviene tener un dólar díébil por algún tiempo".
A su turno, en un artículo reciente, Paul Krugman hace un desinhibido argumento a favor de que Estados Unidos se ocupe de su apremiante situación de desempleo sin preocuparse de las repercusiones de sus decisiones monetarias sobre la inflación internacional o sobre las economías emergentes. (On Economic Hooliganism, New York Times, mayo 15, 2011.) El subtítulo del mismo es: "¿Descontentos con que Estados Unidos le exporte inflación al resto del mundo? Mala suerte".
Es un planteamiento que sorprende. El discurso a favor de la soberanía económica a ultranza se asocia con la derecha del partido Republicano. Esa actitud, que tantos perjuicios causó en la díécada de los años treinta, parecía haberse superado despuíés de la Segunda Guerra Mundial con la creación de instituciones multilaterales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio.
La recomendación de Krugman para las naciones emergentes que no deseen importar la inflación internacional, es que dejen apreciar sus monedas. Lo cual implicaría escoger entre dos alternativas indeseables: más inflación o más desempleo.
Esa disyuntiva perversa se agrava si se mantiene la plena apertura de la cuenta de capitales. Esto es algo que no exige ni la más rigurosa ortodoxia.
Ante semejante escogencia, y mientras pasa la tormenta externa, resulta aconsejable cerrar en forma gradual la cuenta de capitales, si se desea defender la política de pleno empleo con inflación baja.