A nada menos que un escalofriante 98 por ciento se elevaba ayer a media mañana el cálculo que los mercados hacían de las posibilidades de que Grecia tire la toalla y se declare en quiebra. Así lo aseguraba la influyente agencia de noticias Bloomberg.
La rentabilidad que los inversores exigían al bono griego a diez años coqueteaba con el 25 por ciento, y se disparaban hasta alrededor del 75 por ciento los intereses para aceptar papel heleno a dos años. La única alternativa a la quiebra en la mente de los operadores parecía ser que Atenas se desgajará del euro y volviera al dracma. Ambos supuestos implican adentrarse en territorios inexplorados.
¿Quebrar o apearse del euro?
Apearse del euro por voluntad propia o tras ser expulsado es una posibilidad que no contempla la legislación europea. Es un supuesto además rechazado sistemáticamente por el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea cada vez que países como Alemania u Holanda han agitado tal fantasma desde el inicio de la crisis de la deuda pública en Eurolandia.
Quebrar, al menos de manera organizada, sí ha terminado de ser eufemísticamente aceptado dentro el universo del euro: se ha rebautizado como pedir una contribución al sector privado. La versión definitiva y perenne del fondo de rescate de la UE cuya entrada en vigor está prevista a mediados del año que viene, se contempla que los países cuyo cúmulo de deuda pública sea insostenible impongan una quita (un perdón parcial de lo que deben) a los titulares privados de su deuda pública: bancos, fondos de pensiones, fondos de inversión, aseguradoras, etcíétera.
Y uno de los elementos del acuerdo de los países del euro alcanzado el pasado mes de julio para poner en marcha un segundo plan de Grecia consiste en que la banca acepte una quita supuestamente voluntaria del 21 por ciento, contribución al rescate que se valora en unos 135.000 millones de euros entre ahora y el año 2020.
La salida de Grecia del euro, por propia voluntad o por tarjeta roja, necesitaría de una complicadísima negociación para improvisar un mecanismo que, como el fondo de rescate, los padres del euro se obstinaron con o sin razón en plantear. Habría que reformar el Tratado de Lisboa, en vigor desde finales de 2009, que prevíé que un Estado se descuelgue de la UE, pero no de la moneda única.
Ese tipo de negociaciones precisan de un acuerdo unánime de las capitales -no todas quieren abrir la caja de los truenos no vayan a terminar tronando sobre su cabeza- y duran años hasta que cada Gobierno obtiene lo que desea. Sin olvidar que habría Estados que tendrían que someterlo a referendum. Demasiadas incertidumbres, que siempre se traducen en costes.
Nadie se va ni quiebra gratis
Según un informe de UBS citado por elEconomista el pasado 7 de septiembre, si un país en apuros abandonara el euro sufriría costes de entre 9.500 y 11.500 euros por habi-tante durante el primer año, el equivalente a entre el 40 y el 50 por ciento de su Producto Interior Bruto (PIB). En los años siguientes, los costes anuales por cabeza rondarían los 3.000 o los 4.000 euros.
Si fuera un país del tamaño y la fortaleza de Alemania el que se hartara de compartir su destino monetario, el coste por habitante sería de entre 6.000 y 8.000 millones de euros el primer año, el equivalente a alrededor del 20 o el 25 por ciento de su PIB. Factura anual que luego se abarataría a entre 3.500 y 4.500 euros. Por el contrario, el precio de saldar completamente el conjunto de las deudas públicas de Grecia, Irlanda y Portugal apenas supe- raría 1.000 euros por ciudadano de la zona euro.
Los países que vuelvan a acuñar moneda propia deberían soportar una brutal devaluación, lo que implica una multiplicación exponencial de su deuda pública contraída en euros, como ocurrió al inicio de la actual crisis global en los países del Este de la UE que se habían endeudado en euros y francos suizos. Multiplicación que los volvería a colocar al borde de la bancarrota y sin el apoyo de sus socios del euro. Aunque con margen dentro de lo que acepten los mercados para que sus bancos centrales desarrollen su propia política monetaria.
Y si Grecia, Portugal, Irlanda, Italia y España abandonaran el barco, exportadores como Holanda y Alemania dejarían probablemente de ver su competitividad dopada por la depreciación en curso de la moneda única que, al perder el lastre perifíérico, aunque se depreciara a corto plazo, a largo se adentraría en una larga senda de alcista.
El sistema bancario de un país que abandone el euro se desmoronaría ante la imposibilidad de acceder a financiación a precios abordables, víctima de una repatriación de capitales de los inversores y prestamistas extranjeros. Y su Estado le abonaría la deuda en la nueva y depreciada moneda nacional.
Los bancos e inversores de la zona euro con intereses en el país que haya abandonado Eurolandia tendrían que apuntarse píérdidas en función de su exposición. Habría un reguero de quiebras y reestructuraciones bancarias, y las empresas y los hogares, sobre todo los del país en retirada, afrontarían una dura restricción del críédito.
Vuelta al proteccionismo
Frente a quienes dicen que Grecia restauraría la competitividad de su economía si vuelve al dracma y devalúa su moneda, sus salarios y sus precios hasta emparejarse con Turquía, están los que advierten que sus antiguos socios del euro podrían contraatacar subiendo los aranceles aduaneros y abortando sus esperanzas exportadoras.
Por mucho que se haya culpado al euro de proporcionar tipos de interíés bajos y dinero barato que recalentaron la economía y alimentaron burbujas inmobiliarias como la española y la irlandesa, fuera de la moneda europea los tipos de interíés se elevarían, y lastrarían el consumo y las inversiones.
La inflación tampoco se solucionaría. La depreciación de la divisa nacional del país que deje el euro encarecería las importaciones -España es un país muy dependiente de las importaciones energíéticas-. Y su banco central pondría a funcionar a pleno rendimiento la máquina de imprimir billetes para monetarizar la deuda.
La combinación de todos los factores citados lastraría el crecimiento económico y por tanto la creación de empleo. La distancia entre recesión y depresión sería escasa. Y las probabilidades de terminar quebrando tras el esfuerzo por abandonar el euro, muy elevadas.
Visto que salir del euro sería un vía crucis, la tentación más inmediata puede ser la de quebrar dentro de la zona euro. Lo primero que hay que tener en cuenta es que el dinero tiene pies de gacela y memoria de elefante.
En cuanto huelen el peligro, los inversores huyen como gacelas, como le está ocurriendo a Grecia en particular, pero tambiíén a la banca europea en general. Y el mal trago lo recuerdan durante años como elefantes, así que tardan en recuperar la confianza y volver a ofrecer financiación con normalidad y precios asumibles a quien suspendió pagos.
El problema de la fuga de capitales no se limitaría al país en quiebra, Grecia posiblemente. Los mercados huirían en estampida del resto de los eslabones díébiles de la moneda única -Irlanda, Portugal, España e Italia- dada la incapacidad de la zona euro de prestarles ayuda y resolver sus problemas.
El impacto de la caída de Grecia, que apenas representa el 2 por ciento del producto interior bruto (PIB) europeo sería tan insignificante como la picadura de un mosquito a un paquidermo. Si no fuera porque sería una picadura infectada y contagiosa que arrastraría a países demasiado grandes como para dejarlo caer, pero tambiíén demasiado grandes como para poder rescatarlos como España e Italia. Y en tal caso, la infección se generalizaría a lo largo y ancho de la actualmente díébil economía global.
Un Estado en bancarrota es un Estado incapaz de pagar sus deudas no sólo al impopular sistema financiero, sino tambiíén a las empresas nacionales que le prestan servicios, a las que le venden bienes, a la banca nacional que ha comprado bonos públicos; de abonar los sueldos a los funcionarios, las pensiones a los jubilados y los subsidios de desempleo a los parados; y de realizar inversiones y mantener servicios públicos como la sanidad y la educación que favorezcan la cohesión social.
Resultado: el impago de las Administraciones públicas es la antesala de una cadena de quiebras de bancos y de empresas en territorio nacional y, dada la integración del mercado europeo, más allá de las fronteras. La depresión nacional y la explosión del desempleo están casi garantizadas, y el contagio exterior tambiíén. El duro proceso de ajuste a la baja de precios y salarios para recuperar la competitividad nacional sería aún más duro y abrupto. Aunque su acierto sea discutible, si los líderes europeos llevan meses dando vueltas a como evitar estos escenarios, es por algo. El ajuste es inevitable, pero su brutalidad puede limitarse.