Por... Fernando Limón Aguirre
Hubo, hay y habrá voces que claman en el desierto. En un cuarto domingo de adviento de hace 500 años unos curitas no acomodados fueron casa por casa de la gente del pueblo de Santo Domingo invitándoles a asistir a la misa. Aún no se cumplían 20 años de que Cristóbal Colón en su primer viaje de 1492 desembarcara en aquella isla de Haití, a la que se le cambió el nombre por el de La Española y que era un territorio habitado por pueblos como el ciguayo, los macoríes, los guanajatabeyes y, los que en ese momento predominaban, que eran los taínos. Ese año de 1511 la isla era gobernada por el propio hijo del almirante, Diego Colón, la población nativa había disminuido en casi un 90% y los esclavos africanos eran llevados en grandes grupos desde 10 años atrás.
Antonio de Montesinos había sido designado por su comunidad de sacerdotes dominicos para expresar la reflexión comunitaria que había sido meditada en oración y pensada colectivamente. Subido al púlpito y recordando la imagen de Juan el Bautista, se definía como la voz que clamaba en el desierto de esa isla; de inmediato solicitó toda la atención de quienes llegaron a la iglesia, no cualquier atención sino aquella que va acompañada de todo el corazón y todos los sentidos. ¿Sería esto posible entre quienes vivían de la explotación de los habitantes originarios de esas tierras que ellos dominaban? ¡A saber!, pero las voces que son de denuncia y que reclaman rectitud, justicia y equilibrio saben que hablan en el “desierto†y que este mismo hará posible que su voz no se pierda, de tal manera que en algún momento su mensaje sea retomado por quien tenga la claridad de leer la historia desde el lugar de quienes sufren. El sacerdote solicitaba la atención de los presentes para que escucharan la voz más áspera, dura, espantosa y peligrosa que jamás hubieran oído. Digan: ¿con quíé derecho y con quíé justicia tienen en tan cruel y horrible situación a la gente que de por sí habitaba en este lugar?
Quienes escuchaban tenía de sobra argumentos del derecho en que se basaban para tal explotación, mas no así en lo que respecta a justicia alguna. ¿Y se pensaría que la propia gente nativa, que sufría y padecía el maltrato, no había ya denunciado la crueldad y tiranía de parte de quienes se les habían montado? Ya lo habían hecho, pero ¿quiíén tendría la disposición de escucharles? ¿Acaso alguien que oyera lo haría con la atención del corazón?
Pues resulta que sí hubo quienes les escucharon y es lo que recordamos ahora, que es verdaderamente digno de conmemorarse. Este hecho significó el inicio en nuestra Amíérica de una posición solidaria, profíética y de denuncia que lamentablemente no ha dejado de ser necesaria, pues desde esas fechas hasta ahora nuestra historia ha estado marcada por una dinámica colonizadora, con una organización social nada fraterna basada en la injusticia y la explotación y con una serie de negocios que han dado riqueza a muy pocos –comúnmente de corazón extranjero– y muerte a muchísimos.
Así es que aquella comunidad de frailes dominicos encabezados por Pedro de Córdoba, teniendo los ojos, los oídos y el corazón bien abiertos, con una buena reflexión pudo hacer eco del grito de dolor de quienes morían y padecían todo tipo de maltratos, asumiendo el reto de tomar como propia la denuncia y la demanda de un cambio que, como es normal, habría resultado para el bien común. Más tarde y de igual manera, el encomendero Bartolomíé de Las Casas cuando pudo ver las cosas del revíés, aceptó lo que primero rechazó junto con todo el resto de personas de su clase y grupo. í‰l escuchó de viva voz el sermón que pronunció Montesinos, con la denuncia y el señalamiento a los presentes de estar en pecado mortal y de vivir y morir en íél, así como la serie de cuestionamientos expuestos: ¿Por quíé los tienen tan oprimidos y con tratos tales por los cuales mueren o, mejor dicho, los matan?
La fuerza de la denuncia que tanta cólera causó a “los invitados†no estaba en la manera de expresarla del “curitaâ€; cierto que resultaba una novedad del todo sorprendente e incómoda, pero su fuerza provenía de la realidad que expresaba. El sermón era un intento por traducir algo que a pesar de su cercanía, sus dimensiones y su contundencia no era descifrado humana, amorosa ni cristianamente: ¡¿Es que no entienden?! ¡¿No sienten?! ¡¿Cómo es que están en tal sueño, tan profundo, que se quedan sin hacer nada?! La intención resultaba al menos doble: que cesaran los sufrimientos infringidos a los nativos y que la feligresía dejara tal manera de proceder que los llevaría a su condenación.
Imagínese la escena y el sentimiento que podía acompañar a quien planteaba semejantes interrogantes y sentencias y el de aquellos que las escuchaban. En el primero seguramente había la impotencia y el dolor que se acercaban al desfallecimiento y al sufrimiento de quienes padecían toda suerte de muertes. El de los segundos corresponde a la misma reacción que seguimos observando en nuestros días y de sobra conocemos, que conduce a quienes reciben el reclamo a hacer alarde de detentar poder para acallar tal estruendo tan incómodo. En aquella ocasión, amenazantes y con el miedo de perder sus privilegios exigieron a Montesinos retractarse en la siguiente misa.
Con esta exigencia, una semana más tarde, de nuevo el mismo Antonio subía al púlpito. Con mayor avidez de escuchar ahora la caricia al alma y el tranquilizante espiritual que renovara la bendición a sus atrocidades, la gente había llenado la iglesia. El mismo fraile abriendo sus labios les repitió las mismas palabras que les habían amargado su Navidad, demostrando en esta ocasión con razones su veracidad, comprobando con fundamentos que hablaba y denunciaba una relación injusta y tiránica que mantenía a la gente oprimida y fatigada.
Esto ocurrió en aquel diciembre de 1511. Cuando Bartolomíé de Las Casas, moviíéndose de su comodidad logró leer la historia del modo como lo había hecho quince siglos atrás el fundador de la religión que profesaba: desde el lugar de los despojados, rechazados y discriminados, no sólo pudo hacer memoria de aquella voz que clamó en el desierto de esa isla y de la Amíérica toda hasta nuestros días, sino tambiíén pudo retomar como propia esa denuncia y esa consigna histórica y evangíélica. Entonces fue que registró en su libro: Historia de las Indias, este sermón, considerado como un momento fundacional, pues a partir de allí y hasta la fecha, desde múltiples palestras y múltiples horizontes, hay quienes asumiendo el reto de tomar posición han hecho y siguen haciendo eco de los gritos de dolor por la injusticia, se dejan interpelar y se hacen prójimos y solidarios. En cada caso, como en aquella ocasión, la fuerza de esta posición proviene del dolor, del padecimiento inobjetable de los oprimidos, excluidos y marginalizados, a la que se añade la potencia de la verdad, de la congruencia y de la esperanza.
Para este diciembre de 2011 muchos otros, a semejanza de Montesinos, se han pronunciado ya, pero entre todas la más fuerte sigue siendo la voz misma de los pueblos. La justeza de su palabra es indiscutible y estremecedora: «para todos todo, nada para nosotros». ¡Quíé enorme lección de humanismo! Pero, ¿por quíé una y otra y otra vez, inequívocamente, los pueblos indígenas denuncian? ¿Por quíé? ¿Por quíé cada vez que se pronuncian lo hacen pidiendo, demandando, requiriendo y exigiendo justicia? ¿Por quíé? ¿Por quíé si se revisan los acuerdos que se hacen públicos de sus asambleas siempre expresan una determinación inquebrantable a dar la vida, a no resignarse, a hacer valer su dignidad y a defender su derecho? ¿Por quíé? ¿Por quíé con certeza se asocia la voz indígena a una voz de amor-dolor, de anuncio y denuncia, de memoria y esperanza? ¿Por quíé?
Doloroso es el sufrimiento que se expresa en esta voz de reclamo, como vergonzante y penoso resulta la perpetuación de las causas de ese dolor provocado por personas específicas y grupos concretos. ¿Por quíé siguen siendo vigentes las sentencias de Montesinos? ¿Por quíé es lamentablemente obligado renovar las condenas dirigidas a quienes están en posición de privilegio deseando que nada cambie y manteniendo la muerte anticipada y anunciada de muchos? Su comodidad y confort están basados en el sufrimiento y muerte de otras personas y en el maltrato de la naturaleza; su inamovilidad y su indolencia es insoportable porque perpetúa el desequilibrio y la injusticia. Las condiciones reales que provocan el grito y el reclamo, secundadas por súplicas y sentencias como las expresadas por Montesinos, son condena y maldición para quienes tras ser advertidos no cambian su vida y su corazón. Tal juicio, hoy como ayer, pesa como lápida sobre la memoria, el nombre y la conciencia de quienes acomodadamente reproducen la opresión o la muerte para los otros, o no hacen nada para que las situaciones cambien ni para que se haga lo que en justicia debe hacerse.
21 de diciembre de 1511. Dura sentencia que es vigente
A pesar de que no la asumieron los destinatarios, la sentencia expresada en aquel sermón del 21 de diciembre de 1521 y reiterada ocho días más tarde estaba sustentada y puesta: “tengan por cierto que así como están no se pueden salvarâ€. El sermón pronunciado por el sacerdote dominico remitía a algo que sin duda alcanzó a inquietar, al menos momentáneamente, a esa gente: su condena. ¿Por quíé no la atendieron, quíé falló, acaso perdieron el miedo a ser condenados? No lo creo. Algo operó tergiversando el mensaje evangíélico y su contundencia; sin dejar de considerar que ciertamente un mensaje de ese tipo, que pide toda la atención del corazón y de los sentidos, requiere un despojamiento de los atavíos que dificultan su comprensión y aceptación, para despuíés actuar con consecuencia.
¿Quíé fue eso que operó? El poder promueve una asociación perversa a su favor con todo tipo de estructuras e instancias, concretamente con la gente que ocupa cargos de autoridad en esos otros organismos; y las iglesias no son la excepción, por lo contrario son las aliadas más útiles y convenientes. Pero el poder es un monstruo de mil rostros que al igual que promueve una moral a modo y desarrolla una serie de discursos de íéticas consecuentes con sus intereses y sus complicidades eclesiásticas (moldeando pensamientos y disposiciones sociales) para que el sistema se reproduzca, así tambiíén impulsa un secularismo capaz de debilitar todo lazo y todo principio de relación de carácter trascendente, provocando la ruptura de todo fundamento verdaderamente religioso.
Desde ese tiempo y mucho antes, como hasta ahora, la asociación de las estructuras del poder con las estructuras eclesiásticas desvirtúa la densidad y la fuerza del menaje de amor y justicia que está en la base de toda concepción religiosa de la vida. Además, la riqueza y suntuosidad con que se presentan los jerarcas y sus celebraciones de la mano de la cantidad de reglas y exigencias terminan anteponiíéndose a la reflexión, a la circulación de la palabra y a la asimilación comunitaria del mensaje, estableciíéndose como una especie de pasillo que debe recorrerse para poder acceder a íél. De tal manera que si alguna persona se siente transitar por allí, aunque nunca llegue a contactar el mensaje, ¡de por sí claro, accesible y radical! y desde luego tampoco logre moldear su existir con base en íél, fácilmente se dará por satisfecha, pues se le habrá hecho creer que está encaminada a alcanzarlo y que con eso es suficiente.
Entonces, el bien meditado mensaje de los frailes de Santo Domingo, expresado hace cinco siglos ante los conquistadores y colonizadores de los pueblos originarios, no prosperó en su inmediatez y ante su auditorio, entre otras cosas, debido a tal asociación del poder y la iglesia. Con complicidad y subordinación no tardó en llegar a “La Españolaâ€, desde las altas y autorizadas esferas eclesiásticas, el mensaje de consolación que no había llegado la semana posterior al 21 de diciembre de 1511; mensaje piadoso y beníévolo con los tiranos y, por tanto, cómplice. Esta intervención europea, fruto de acuerdos y cabildeos y nada religiosa desvaneció la exigencia de una reflexión católica a la que estaba orillando la persistencia de la comunidad de dominicos de la isla, disolviendo el posible temor escatológico (de fe y creencia en un más allá de la muerte acorde a la vida llevada) y la eventual y esperada transformación. De esta manera, lógicamente, tratándose de una condena la de Montesinos, ya no quedaban solos los encomenderos, conquistadores y colonizadores que mataron a sus hermanos, sino tambiíén quienes por su posición desdibujaron la fuerza evangíélica de la denuncia y la sentencia que pretendía corregir dicha situación.
Ahora bien, intentando profundizar un poquito más en una lectura desde nuestros tiempos, Montesinos cuestionó: “í‰stos, ¿no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No están ustedes obligados a amarlos como a ustedes mismos?â€Discurso y tíérminos propios de su tiempo, de su entendimiento y su lugar; no obstante: ¿No somos todos seres vivos? ¿No tenemos nuestro propio sentido y lugar en la existencia? ¿No cada pueblo tiene su propia racionalidad y el derecho a existir según su propio modo cultural? ¿No se nos enseñó que los que llegan a un lugar deben aprender de quienes habitan en íél desde antes? ¿No estamos compelidos unos y otros a amarnos y respetarnos, a atendernos y entendernos unos con otros? ¿No nos ha quedado claro que estamos vinculados, que nuestra existencia es común y que dependemos unos de otros?
Cada cual, ubicado en una u otra posición dentro de la historia y nadie al margen de ella, está invitado a poner toda su atención, con todo corazón, con todos los sentidos, como comenzó demandando Montesinos. Los gobiernos y toda clase de poderes ¡cierto que tienen enorme responsabilidad y culpa de las situaciones de muerte!, ¡pero no sólo estos grupos son responsables de cambiar la historia, sino todo mundo!
El cambio de situación no depende ni dependerá de determinaciones de gobierno, si no de la actitud y las determinaciones, pequeñas y grandes, cotidianas y extraordinarias y, sobre todo, perseverantes de todas y todos, de cada cual. La transformación resulta de la fuerza de encarar y denunciar activamente la injusticia, así como de la no complicidad consciente; igualmente de la renuncia libre, renovada, amorosa y llena de paz, asumida y por convicción a los privilegios, las atracciones, corruptelas, ataduras y prisiones.
El otro mundo posible es consecuencia de una opción, renovada en el día a día y en cada momento, por lo fraternal, por las enseñanzas del amor, la justicia, la verdad, el respeto, el equilibrio y la reconciliación entre todas y todos, con la madre tierra y con todo lo creado y formado, provengan estas enseñanzas de donde provengan: la religión, la casa, la escuela, la espiritualidad, el conocimiento cultural. Pero entiíéndase además que el amor y el bien no sólo tienen fundamentos escatológicos, tambiíén tienen razones meramente materiales, inmediatas, ecológicas, humanas e históricas, pues son sencillamente buenos para todos y todas, son cómplices de la paz, sustento de la justicia y generadores de ternura, dan más alegría a unos y a otros y ofrecen salud y bienestar personal y social.
Concluyendo: que los propios pueblos tengan y tengamos nuestra propia voz y que sea escuchada es algo aprendido, logrado y conquistado. La sordera, la soberbia y la indolencia antes como hoy son inaceptables. El llamado de los pueblos, así como los posicionamientos bien determinados y francos como los de Montesinos y su comunidad hace cinco siglos, tienen dimensiones y resonancias de campanadas libertarias que bien pueden hacernos despertar del adormecimiento que nos impide reconocer el dolor del existir en la injusticia, invitándonos a conmovernos y actuar transformándonos y transformando el mundo y la vida.
Montesinos, Las Casas y jtatik Samuel Ruiz son voces que resultan imprescindibles, ásperas y ardientes, mechas vivas y encendidas de amor, congruencia y veracidad. Como las suyas, hay y habrá voces que sigan clamando en el desierto.
- Fernando Limón Aguirre es Sociólogo.