Por... Beatriz De Majo C.
Se acaba de instaurar otra nueva Muralla China: el registro de la identidad digital se volvió obligación por decisión gubernamental.
Si consideramos que dos tercios de los internautas chinos participan de una red social y que el número de usuarios de Internet, al 31 de diciembre, había superado los 513 millones de ciudadanos, veremos que la cuesta a escalar es empinada.
Sin embargo, el proceso se va cumpliendo a velocidad acelerada por la importancia que la interactividad digital ha adquirido en ese país. Este, el mundo del ciberespacio, era uno de los poquísimos sectores en el que los ciudadanos, vigilados en todos los aspectos de su dinámica vital, habían mantenido una pequeñísima dosis de privacidad. Esta se acaba el 16 de marzo.
Hacer de Internet un lugar seguro para la interacción personal, para los negocios, para la política, para la dinámica informativa, pasa por dotar a la Red de confiabilidad en materia de la identidad de quienes hacen vida en sus canales.
Esa es una preocupación válida en todas las latitudes y recibe atención prioritaria de los grandes generadores de tráfico ciberníético, pero no es ese el agente motivador de las autoridades. Su leitmotiv, al exigir la exposición de la identidad de cada internauta, es disponer de un vehículo eficiente para penetrar al interior de un ecosistema sobre el que aún tienen un control muy tangencial. Internet y sus contenidos han conseguido fidelizar a una porción muy sustantiva de la población china y han despertado el espíritu indómito que mora dentro de cada ciudadano.
Internet, y particularmente las redes sociales locales, se han convertido en un refugio digital en China, al igual que en otros sitios, pero en China con mayor fruición. La obligación de develar la identidad era lo que faltaba para aguarles la fiesta.
Portales como Sina, Sohu, Wangyi y Tengxun, líderes en redes sociales, se plegaron y anunciaron ya la nueva reglamentación a los usuarios, conminándoles a actualizar sus perfiles para continuar actuando en su interior.
Así, el aparato de censura que opera desde Beijing, y que ocupa a unos 30.000 ciberpolicías, ya no tendrá que echar mano de sus sofisticados procedimientos tecnológicos: Internet será en lo sucesivo una vitrina transparente. Cada usuario que acceda desde el corazón de China a los portales Web que causan urticaria al ríégimen, tendrá nombre, apellido y dirección conocida.
Con ello los sofisticados sistemas informáticos que limitan el contacto de los ciudadanos chinos con la información considerada sensible por las autoridades en Beijing va a ser resuelto por la vía de la autolimitación, el miedo, en dos palabras.
La población ha reaccionado con docilidad frente a la medida. No hay escapatoria posible. Pero lo que la medida no elimina es el gusto ya adquirido al acceso al mundo libre, a opiniones diferentes, a la información vetada, al universo que bulle fuera de las fronteras chinas y que ya fue captado, en toda su extensión, por los chinos internautas de este Tercer Milenio.