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Autor Tema: GROUCHO Y YO  (Leído 2490 veces)

Txetxu

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GROUCHO Y YO
« en: Julio 08, 2008, 10:57:01 pm »
Groucho y yo es un libro de memorias de uno de los artistas mas grandes de la historia:Groucho Marx.En el libro se relatan innumerables anecdotas del actor y su familia desde su comienzo como meritorio en una inmobiliaria hasta sus ultimos dias como actor, contandonos incluso sus experiencias bursatiles durante los años 1928-29.Aqui encontramos al Groucho criticon, insolente y mujeriego que nos hara pasar muy buenos ratos y nos sacara mas de una carcajada.


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hercul

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Re: GROUCHO Y YO
« Respuesta #1 en: Septiembre 06, 2008, 09:30:49 pm »
Los capí­tulos iniciales no sólo son una muestra del surrealista sentido del humor (y de la vida) de los Hermanos Marx, sino que constituyen tambiíén un documento de primera mano sobre cómo fueron los comienzos del siglo XX en Estados Unidos. Sólo he leido el capí­tulo  15 ("De cómo fui protagonista de las locuras de 1929") el Crack de la Bolsa de 1929, y además explicado de manera divertida, pero desde luego lo tengo incluido en tareas pendientes y tarde o temprano lo acabaríé comprando y leyendo por completo.


Que lo disfruteis.

-MARX, Groucho. Groucho y yo. Tusquets Editores. Barcelona, 2005.
[/color]


15. De cómo fui protagonista de las locuras de 1929

Muy pronto, un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del
paí­s. Era un asuntillo llamado mercado de valores. Lo conocí­ por primera vez hacia
1926. Constituyó una sorpresa agradable descubrir que era un negociante muy astuto. O
por lo menos eso parecí­a, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tení­a
asesor financiero. ¿Quiíén lo necesitaba? Podí­as cerrar los ojos, apoyar el dedo en
cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar
empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecí­a absurdo
vender una acción a 30 cuando se sabí­a que dentro del año doblarí­a o triplicarí­a su
valor.
Mi sueldo semanal en Los cuatro cocos era de unos dos mil, pero esto era calderilla
en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. Disfrutaba
trabajando en la revista, pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el
mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo, pero
incidentes como el que sigue eran corrientes en
aquellos dí­as.
Subí­ a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El
ascensorista me reconoció y dijo:
—Hace un ratito han subido dos individuos, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos, de
verdad. Vestí­an americanas cruzadas y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del
mercado de valores y, críéame, amigo, tení­an aspecto de saber lo que decí­an. No se han
figurado que yo estaba escuchándoles, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el
oí­do atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones!
El caso es que oí­ que uno de los individuos decí­a el otro: «Ponga todo el dinero que
pueda obtener en United Corporation». —¿Cómo se llaman esos valores? —preguntíé.
Me lanzó una mirada burlona.
—¿Quíé le ocurre, amigo? ¿Tiene algo en las orejas que no le funciona bien? Ya se lo he
dicho. El hombre ha mencionado la United Corporation.
Le di cinco dólares y corrí­ hacia la habitación de Harpo. Le informíé inmediatamente
acerca de esta mina de oro en potencia con que me habí­a tropezado en el ascensor.
Harpo acababa de desayunar y todaví­a iba en batí­n.
—En el vestí­bulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa —dijo—. Espera
a que me vista y correremos a comprar estas acciones antes de que se esparza la noticia.
—Harpo —dije—, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones
pueden subir diez enteros!
De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batí­n, corrimos hacia el vestí­bulo,
entramos en el despacho del agente y en un santiamíén compramos acciones de la United
Corporation por valor de 160.000 dólares, con un margen del 25 por ciento.
Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no están
familiarizados con Wall Street, permí­tanme explicar lo que significa ese margen
del 25 por ciento. Por ejemplo, si uno compraba 80.000 dólares de acciones, sólo
tení­a que pagar en efectivo 20.000. El resto se le quedaba a deber al agente. Era
como robar dinero.
El miíércoles por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall Street,
quien le susurró:
—Chico, ahora vengo de Wall Street y allí­ no se habla de otra cosa que del Cobre
Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará
hasta los quinientos. ¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Lo síé de muy buena
tinta.
Chico corrió inmediatamente hacia el teatro con la noticia de esta oportunidad. Era una
función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento del telón hasta que nuestro
agente nos aseguró que habí­amos tenido la fortuna de conseguir seiscientas acciones.
¡Estábamos entusiasmados! Chico, Harpo y yo íéramos cada uno propietario de
doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente incluso nos felicitó.
Dijo:
—No ocurre a menudo que alguien entre con tan buen pie en una compañí­a como la
Anaconda.
El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon,
el productor teatral, solí­a ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde
Nueva York, sólo para informarme de la cotización del mercado y de sus
predicciones para el dí­a. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran «arriba,
arriba, arriba». Hasta entonces yo no habí­a imaginado que se pudiera hacerse rico
sin trabajar.
Max me llamó una mañana y me aconsejó que comprara unos valores llamados Auburn.
Eran de una compañí­a de automóviles, ahora inexistente.
—Marx —dijo—, es una gran oportunidad. Pegará más saltos que un canguro.
Cómpralo ahora, antes de que sea demasiado tarde.
Luego añadió:
—¿Por quíé no abandonas Los cuatro cocos y olvidas esos miserables dos mil semanales
que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, asegurarí­a que puedes ganar
más dinero en una hora, instalado en el despacho de un agente de valores, que los que
puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en Broadway.
—Max —contestíé—, no hay duda de que tu consejo es sensacional. Pero al fin y al
cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ryskind, Irving Berlin y con mi
productor, Sam Harris.
Lo que por entonces no sabí­a era que Kaufman, Ryskind, Berlin y Harris compraban
tambiíén con margen y que, finalmente, iban a ser aniquilados por sus asesores
financieros. Sin embargo, por consejo de Max, llamíé inmediatamente a mi agente y le
instruí­ para que me comprara quinientas acciones de la Auburn Motor Company.
Pocas semanas más tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de
campo, con el señor Gordon. Grandes y costosos cigarros habanos colgaban de nuestros
labios. El mundo era una delicia y el cielo asomaba en los ojos de Max. (Así­ como
tambiíén unos sí­mbolos del dólar.) El dí­a anterior, las Auburn habí­an pegado un salto de
treinta y ocho enteros. Me volví­ hacia mi compañero de golf y dije:
—Max, ¿cuánto tiempo durará esto?
Max repuso, utilizando una frase de Al Jolson.
—Hermano, ¡todaví­a no has visto nada!
Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendí­a una sola acción.
La gente compraba sin cesar. Un dí­a, con cierta timidez, hablíé a mi agente en Great
Neck acerca de este fenómeno especulativo.
—No síé gran cosa sobre Wall Street —empecíé a decir en tono de disculpa—, pero,
¿quíé es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna
relación entre las ganancias de una compañí­a, sus dividendos y el precio de venta de sus
acciones?
Por encima de mi cabeza, miró a una nueva ví­ctima que acababa de entrar en su
despacho y dijo:
—Señor Marx, tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que usted
no sabe respecto a las acciones servirí­a para escribir un libro.
—Oiga, buen hombre —repliquíé—. He venido aquí­ en busca de consejo. Si no sabe
usted hablar con cortesí­a, hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis
asuntos. Y ahora, ¿quíé estaba usted diciendo?
Adecuadamente castigado y amansado, respondió:
—Señor Marx, tal vez no se díé cuenta, pero íéste ha dejado de ser un mercado
nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de
todos los paí­ses de Europa, de Amíérica del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana
hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberí­as Crane.
Con cierto cansancio, preguntíé:
—¿Cree que es una buena compra?
—No hay otra mejor —me contestó—. Si hay algo que todos hemos de usar, son las
tuberí­as.
(Se me ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que apareciesen en
las listas de cotizaciones.)
—Eso es ridí­culo —dije—. Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no
utilizan las tuberí­as. —Soltíé una carcajada para celebrar mi salida, pero íél permaneció
muy serio, de modo que proseguí­â€”. ¿Dice usted que desde la India le enví­an órdenes
de compra de Tuberí­as Crane? Hummm. Si en la lejana India piden tuberí­as, deben de
saber algo sensacional. Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán
trescientas.
Mientras el mercado seguí­a ascendiendo hacia el firmamento, empecíé a sentirme
cada vez más nervioso. El poco juicio que tení­a me aconsejaba vender, pero, al
igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de
cualquier acción, pues estaba seguro de que iba a doblar su valor en pocos meses.
En los diarios actuales leo con frecuencia artí­culos relativos a espectadores que se
quejan de haber pagado hasta un centenar de dólares por dos entradas para ver My Fair
Lady. (Personalmente, opino que vale esos 100 dólares.) Bueno, una vez paguíé 138.000
dólares por ver a Eddie Cantor en el Palace.
Todos sabemos que Eddie es un cómico estupendo. Incluso íél lo reconoce sin ningún
inconveniente. Tení­a una revista maravillosa. Cantaba Margie, Ahora es el momento de
enamorarse y Si conociesen a Sussie. Mataba de risa al público con sus bromas
caracterí­sticas, y terminaba cantando Whoopee. En resumen, era un exitazo. Tení­a ese
algo magníético que hace destacar a una estrella del montón anónimo.
Cantor era vecino mí­o en Great Neck. Como era viejo amigo suyo, cuando terminó la
representación fui a verle en su camerino. Eddie es un conversador muy persuasivo, y
antes de que yo pudiera decirle lo mucho que habí­a disfrutado con su actuación, me
hizo sentar, cerró rápidamente la puerta, miró a su alrededor para cerciorarse de que
nadie escuchaba y dijo:
—¡Groucho, te adoro!
No habí­a nada de peculiar en aquel saludo. Así­ es como la gente del teatro habla entre
sí­. En el teatro existe una ley no escrita respecto a que cuando dos personas se
encuentran (actor y actriz, actriz y actriz, actor y actor, o cualquier otra de las
variaciones y desviaciones del sexo) deben evitar cuidadosamente los saludos habituales
entre la gente normal. En cambio, deben abrumarse mutuamente con frases de cariño
que, en otros sectores de la sociedad, suelen estar reservadas para el dormitorio.
—Encanto —prosiguió Cantor—, ¿quíé te ha parecido mi espectáculo?
Miríé hacia atrás, suponiendo que habrí­a entrado alguna muchacha. Desdichadamente,
no era así­, y comprendí­ que se dirigí­a a mí­.
—Eddie, cariño —contestíé con entusiasmo verdadero—, ¡has estado soberbio!
Me disponí­a a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente con
aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo:
—Precioso, ¿tienes algunas Goldman-Sachs?
—Dulzura —respondí­ (a este juego pueden jugar dos)—, no sólo no tengo ninguna, sino
que nunca he oí­do hablar de ellas. ¿Quíé es Goldman-Sachs? ¿Una marca de harina?
Me cogió por ambas solapas y me atrajo hacia sí­. Por un momento pensíé que iba a
besarme.
—¡No me digas que nunca has oí­do hablar de las Goldman-Sachs! —exclamó
incríédulamente—. Es la compañí­a de inversiones más sensacional de todo el mercado
de valores.
Luego consultó su reloj y dijo:
—Hum. Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya cerrada. Pero, mañana por la
mañana, muchacho, lo primero que tienes que hacer es coger el sombrero y correr al
despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman-Sachs. Creo que
hoy ha cerrado a ciento cincuenta y seis... ¡y a ciento cincuenta y seis es un robo!
Luego Eddie me palmoteo una mejilla, yo le palmoteíé la suya y nos separamos.
¡Amigo! ¡Quíé contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! Figúrate, si no
llego a ir aquella tarde al teatro Palace, no hubiese tenido aquella confidencia. A la
mañana siguiente, antes del desayuno, corrí­ al despacho del agente en el momento en
que se abrí­a la Bolsa. Aflojíé el 25 por ciento de 38.000 dólares y me convertí­ en
afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman-Sachs, la mejor compañí­a
de inversiones de Amíérica.
Entonces empecíé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de
Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendí­a. A no
ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las
agencias de Bolsa tení­an más público que la mayorí­a de los teatros de Broadway.
Parecí­a que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La
mayorí­a de las conversaciones sólo hablaban de la cantidad que tal y tal valor
habí­a subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el
panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus
mezquinos salarios —y en muchos casos, sus ahorros de toda la vida— en Wall
Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la
resistencia que ofrecí­an los prudentes y sensatos, y proseguí­a su continua
ascensión.
De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artí­culo sombrí­o advirtiendo al
público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y
recordando que todo lo que sube debe luego bajar. Pero apenas si nadie prestaba
atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney
Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una llamada de
advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero vení­a a ser así­: «Cuando el mercado de
valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse».
Yo no estaba presente en la Fiebre del Oro del 49. Me refiero a 1849. Pero imagino
que esa fiebre fue muy parecida a la que ahora infectaba a todo el paí­s. El
presidente Hoover estaba pescando y el resto del gobierno federal parecí­a
completamente ajeno a lo que sucedí­a. No estoy seguro de que hubiesen conseguido
algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso el mercado se deslizó alegremente
hacia su perdición.
Un dí­a concreto, el mercado empezó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más
nerviosos cayeron presas del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hace
casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caí­a sobre
nosotros, pero así­ como al principio del auge todo el mundo querí­a comprar, al
empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hací­an
ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos
empezaron a lanzar al ruedo sus valores, que por entonces sólo tení­an el nombre
de tales.
Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar
reclamando los márgenes adicionales. Esta era una broma pesada, porque la
mayor parte de los accionistas se habí­an quedado sin dinero, y los agentes
empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados.
Desgraciadamente, todaví­a me quedaba dinero en el banco. Para evitar que
vendieran mi papel empecíé a firmar cheques febrilmente para cubrir los márgenes
que desaparecí­an rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó
la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por
entonces todo el paí­s estaba llorando.
Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que
perdí­ fueron 240.000 dólares. (O ciento veinte semanas de trabajo, a 2.000 por
semana.) Hubiese perdido más, pero íése era todo el dinero que tení­a. El dí­a del
hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max
Gordon, me telefoneó desde Nueva York. En cinco palabras, lanzó una afirmación
que, con el tiempo, creo que ha de compararse favorablemente con cualquiera de
las citas más memorables de la historia americana. Me refiero a citas tan
imperecederas como «No abandoníéis el barco», «No disparíéis hasta que veáis el blanco
de sus ojos», «¡Dadme la libertad o la muerte!», y «Sólo tengo una vida que dar a la
patria». Estas palabras caen en una insignificancia relativa al ponerlas junto a la frase
notable de Max. Pero charlatán por naturaleza, esta vez ignoró incluso el tradicional
«hola». Todo lo que dijo fue: «¡Marx, la broma ha terminado!». Antes de que yo
pudiese contestar, el telíéfono se habí­a quedado mudo.
En toda la bazofia escrita por los analistas de mercado, me parece que nadie hizo un
resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En
aquellas cinco palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma habí­a terminado. Creo que
el único motivo por el que seguí­ viviendo fue el convencimiento consolador de que
todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual
que la de cualquier otra especie, prefiere la compañí­a.
Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse,
hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que
pudiesen bajar más, empecíé a pedir prestado dinero del banco para cubrir los márgenes
que desaparecí­an rápidamente. Las acciones de Cobre Anaconda (recuerda que
retrasamos treinta minutos la subida del telón para comprarlas) se fundieron como las
nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leí­do a Hemingway), y finalmente se
estabilizaron a 2 1/2. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a la United
Corporation se saldó a 3. Las habí­amos comprado a 60. La función de Cantor en el
Palace fue magnifica y de tanta calidad como cualquier actuación en Broadway. pero,
¿Goldman-Sachs a 56 dólares? Eddie, cariño ¿como pudiste? Durante la máxima
depresión del mercado, podí­a comprárselas a un dólar la acción.
Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo

outdoor12

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Re: GROUCHO Y YO
« Respuesta #2 en: Enero 13, 2009, 05:44:17 am »
Genial. Gracias por el texto. Otros de Groucho que son geniales: "Memorias de un amante sarnoso" y "Las cartas de Groucho". Muy recomendados. Ah si . aprovecho para presentarme soy alicia. BEsos.

hercul

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Re: GROUCHO Y YO
« Respuesta #3 en: Enero 14, 2009, 11:55:50 am »
Bienvenida Alicia. ¿Has leido este libro o solo el texto? Yo lo tengo en tareas pendientes.... Debe estar bastante entretenido. Solo por este capitulo que puse mas arriba....
Tendríé en cuenta los libros que comentas
Saludos
Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo

Txetxu

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Re: GROUCHO Y YO
« Respuesta #4 en: Enero 14, 2009, 02:48:11 pm »
Bienvenida Alicia. ¿Has leido este libro o solo el texto? Yo lo tengo en tareas pendientes.... Debe estar bastante entretenido. Solo por este capitulo que puse mas arriba....
Tendríé en cuenta los libros que comentas
Saludos
Pues ponte a ello en cuanto puedas, es un libro divertidisimo y el capitulo que colgaste , aunque es bueno no es ni mucho menos de lo mejor.Saludos!!!
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hercul

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Re: GROUCHO Y YO
« Respuesta #5 en: Enero 14, 2009, 09:25:11 pm »
Gracias Txetxu. Ahora seguro que me lo compro. En cuanto acabe Tierra Firme de Matilde Asensi, que ya me queda poquito lo encargaríé.
Saludos
Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo