Por... JOSí‰ Fí‰LIX LAFAURIE
En pocas semanas, Noruega servirá de escenario para echar a andar el Acuerdo General que se pactó con las Farc y el “acceso y uso de la tierra†volverán al ojo del huracán. Son los inamovibles en las exigencias del grupo armado.
Lo fueron en La Uribe, en Tlaxcala y en El Caguán y reaparecen ahora, con su añeja y reduccionista visión ideológica, que atribuye a la estructura de la tenencia de la tierra todos los males del subdesarrollo. Es hora de desmontar prejuicios y desmitificar la riqueza fundada en títulos rurales, que tanto daño le ha hecho al campo colombiano.
Aceptemos que la concentración de la propiedad rural fue una realidad en la Conquista y la Colonia, pasando por nuestra vida republicana hasta los albores del siglo XX. Sirvió como bandera política de populistas, sectores de izquierda y revolucionarios, pues representaba poder político y riqueza.
Pero las transformaciones globales alteraron las dinámicas de la economía y los sistemas de producción, incluidos los rurales, dejando como saldo los anacronismos que nos llevaron por más de medio siglo de reformas agrarias fallidas.
Hoy sabemos que, en comparación con los sectores urbanos, la tierra rural no vale tanto, su concentración es relativa, no produce la riqueza que se le atribuye, ya no genera poder político, ni es canal de ascenso social.
Por supuesto, existen intereses en mantener vivos estos mitos, aunque sea evidente que los verdaderos concentradores de la riqueza -los adinerados y modernos renglones de la economía urbana- están de espaldas a la tierra. Su apuesta se cifra en intangibles: conocimiento, tecnología, servicios, banca o mercado de capitales, que transfieren a poquísimos bolsillos inmensas fortunas sin mayor retorno en empleo o reducción de inequidad.
Para tener una idea, estimemos que mientras el valor del inventario ganadero no alcanza los $28 billones, los activos del sistema financiero superan 10 veces ese monto. Más aún, los activos de 3 de las empresas más grandes representan el 77% del valor de la tierra ganadera y la cotización de las acciones de 6 firmas en la Bolsa pasa de $300 billones, el doble del hato y la tierra ganadera juntos.
Pero, además, mientras en construcción, comercio o manufacturas, la rentabilidad sobre los activos es del 7%, en el agropecuario este indicador escasamente llega al 0,4%.
¿De quíé hablamos entonces cuando nos referimos a la tierra? De 50 millones de hectáreas agropecuarias, sólo 541.304 están catalogadas como “excepcionalesâ€. Con lo cual, es válido decir que la tierra cobra valor por lo que seamos capaces de ponerle encima para hacerla producir. Es decir: inversión para adecuar y tecnificar. Una hectárea de palma, por ejemplo, requiere entre $15 y $20 millones. Entonces ¿la riqueza o la concentración están en el campo? Lo dudo.
Para zanjar la discusión, observemos quíé está pasando con la propuesta del Gobierno para regalar 100 mil viviendas.
El caso de Bogotá es emblemático. Con más del 15% de la población, le asignaron 8.457 soluciones, pero no hay tierra para construirlas.
En consecuencia, debemos aceptar que en Bogotá, como en el resto de las ciudades, es asfixiante la concentración de la propiedad. Entonces ¿en lugar de una reforma agraria, Colombia necesitaría una reforma urbana?
Estas son las miradas que el país está obligado a abordar en la encrucijada que se avecina con las Farc. Las realidades sobre la tierra tendrán que ponerse sobre la mesa.