Por... Salvador Capote
Se cumplen ya cuatro díécadas desde que, en 1972, el viaje a China del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, marcó un hito en las relaciones entre ambos países. China era muy atractiva para los empresarios capitalistas debido a su enormidad como mercado y a sus oportunidades de inversión y, desde un punto de vista geopolítico, por la conveniencia de ahondar sus contradicciones con la Unión Soviíética.
Sin embargo, nadie era capaz de calcular entonces el colosal desarrollo económico que alcanzaría el gigante asiático en tan poco tiempo. China ha crecido durante díécadas en la magnitud de un 10 % anual, lo cual se traduce en la duplicación de su producto interno bruto (PIB) cada diez años. De acuerdo a predicciones de Goldman Sachs (1), íéste igualará al de Estados Unidos en el año 2027.
En los años transcurridos, Estados Unidos, además de los objetivos políticos divisionistas de la guerra fría, logró importantes ventajas económicas en beneficio de sus corporaciones. El “outsourcing†o traslado a otros países de producciones industriales y empleos correspondientes, y la importación de productos chinos baratos, les produjeron enormes ganancias.
Los crecientes y multibillonarios díéficits presupuestarios estadounidenses, causados por sus desbalances comerciales y, principalmente, por sus aventuras guerreristas en el Oriente Medio y otras regiones, fueron cubiertos en gran parte por China. La deuda del gobierno de Estados Unidos con China supera el trillón de dólares, mayor que con ningún otro país. Durante muchos años, Beijing ha estado financiando el díéficit de Estados Unidos. Incluso, en 2008, ante las primeras amenazas de derrumbe financiero global, cuando Japón puso a la venta 13 billones de dólares de la deuda estadounidense, China actuó de manera contraria, invirtiendo 44 billones en esa misma deuda, con el objetivo de fortalecer el dólar.
Pero las superganancias obtenidas por las corporaciones no se reflejan en aumentos de la calidad de vida del pueblo norteamericano. Por el contrario, se ha señalado –y con razón- que el beneficio económico que podría estar recibiendo la población estadounidense con la oportunidad de comprar infinidad de artículos a bajo costo, está muy lejos de compensar la píérdida masiva de puestos de trabajo y de capacidades industriales que se trasladan a China, Hong Kong, Corea del Sur y otros países (2). Por otra parte, la creciente deuda contraída eleva cada vez más el monto de los intereses anuales a pagar, lo cual hace más vulnerable la economía estadounidense y limita sus posiblidades de recuperación.
Se ha llegado de este modo a una deformación estructural tan profunda que para las corporaciones transnacionales el obrero norteamericano se ha convertido en un estorbo que le impide obtener mayores ganancias: recibe -consideran- un salario demasiado alto y disfruta de muy costoso seguro míédico y otros beneficios; además, para mantener la producción y los empleos, las corporaciones se ven obligadas a lidiar con sindicatos y a cumplir con requisitos legales, fiscales y ambientales que repudian. En realidad, los antagonismos de clase nunca han sido más agudos en Estados Unidos. El capitalista del siglo pasado explotaba al trabajador pero lo necesitaba; para el capitalista del siglo XXI, el obrero es un enemigo.
Por su parte, China se ha beneficiado de un balance comercial ampliamente a su favor que le ha permitido acumular reservas extraordinarias de divisas y emplear una parte de sus ganancias en el desarrollo y modernización de sus fuerzas armadas. China avanza aceleradamente hacia su paridad con Estados Unidos no sólo en el terreno económico sino tambiíén en el militar.
Estados Unidos se ha quejado reiteradamente de la táctica china de mantener vinculados los valores del yuan y del dólar. Un yuan díébil frente al dólar le ofrece ventaja comercial a los productos chinos. Un dólar fuerte le conviene a China no sólo porque facilita la venta de sus productos sino porque, lo contrario –la depreciación del dólar- genera tendencias inflacionarias y íéstas pueden reducir o anular las ganancias que obtiene por los intereses que cobra como acreedor.
Existe por tanto, actualmente, una codependencia entre China y Estados Unidos. Un frágil matrimonio de conveniencia. China necesita para su desarrollo del mercado estadounidense y de las transferencias tecnológicas derivadas del “outsourcingâ€. Estados Unidos necesita del financiamiento chino para cubrir sus díéficits presupuestarios, mientras sus corporaciones lucran con el empleo de mano de obra barata y las ventajas fiscales de las inversiones en China. El derrumbe económico en uno de los dos países arrastraría al otro inexorablemente.
¿Hasta cuándo durará esta codependencia? –Hasta que a China no le sea imprescindible el mercado estadounidense. Y esto ocurrirá en muy pocos años, probablemente en el entorno del 2020. Para Estados Unidos, romper la codependencia con China es mucho más difícil, no sólo porque es el país deudor sino porque las guerras que lleva a cabo amplían sus díéficits presupuestarios y su necesidad de financiamiento externo. Mientras los gastos militares chinos guardan cierta proporción con su robusto desarrollo económico (1.4 % aproximadamente de su PIB), Estados Unidos gasta alrededor de un 4 o 5 % sin tener en cuenta el debilitamiento que ha tenido lugar en su economía.
Con el aumento sostenido del poder adquisitivo de su población, China desarrolla su gigantesco mercado interno y realiza megainversiones en infraestructura y en la creación de puestos de trabajo. En lugar de enfrascarse, como Estados Unidos, en guerras de victoria imposible donde se desangra su economía, China establece relaciones de cooperación con numerosos países, incluidos los de Amíérica Latina y El Caribe, y crea nuevos y amplios mercados. Desde el año 2001 China es miembro de la Organización Mundial del Comercio. En 2007 se convirtió en el primer socio comercial de India, el segundo país más poblado del mundo, y firmó un tratado de libre comercio con los diez estados miembros de la Asociación de Países del Sudeste Asiático.
La integración China – Rusia económica, política y militar es cada vez mayor. En agosto de 2012 por ejemplo, “Russia Today†anunció la compra por China de helicópteros y otros equipos militares rusos por un valor de 1.3 billones de dólares. Ambos países fundaron en 2001 la “Shanghai Cooperation Organization†que incluye a cuatro repúblicas del Asia Central: Kazajstán, Kirguizistán, Tadjikistán y Uzbekistán.
China está ganando tambiíén a Estados Unidos la batalla energíética. Las inversiones chinas en petróleo y gas llegan hasta el Golfo de Míéxico y Canadá y se muestran muy activas en todos los continentes. Realiza, además, grandes inversiones en fuentes renovables de energía como la solar y eólica y en sistemas de almacenamiento energíético. No menos importante es su estrategia de desarrollo a largo plazo, en contraste con los avatares partidistas de las proyecciones estadounidenses.
Evidentemente, la estrategia china para convertirse en una gran potencia mundial se revela altamente eficaz, mientras que la de Estados Unidos para mantenerse como imperio tiene estampado el signo del fracaso.
El ejemplo de China nos muestra que el futuro no será el de un mundo unipolar con Estados Unidos como potencia hegemónica, sino el de un mundo multipolar donde la preservación de la paz dependerá de la capacidad de negociación y diálogo entre las partes.
Notas
(1) “The Goldman Sachs Group, Inc.â€: Firma financiera transnacional con sede en New York.
(2) De acuerdo a informes del “Department of Laborâ€, desde el año 2000 hasta el presente la industria manufacturera estadounidense ha perdido más de 4 millones de puestos de trabajo. Sólo en el último año de la administración de George W. Bush (2008) se perdieron 791,000 empleos. Ramas completas de prósperas industrias, como la de confecciones, prácticamente desaparecieron.