vía Tema Ciencia (c) | EL PAíS de Ferran Ramon-Cortes el 19/01/13
Despuíés de diecinueve años de trabajo en una multinacional de publicidad, Fíélix decidió cambiar de aires y fichó por una pequeña agencia local. En sus primeros días de trabajo en la nueva oficina, uno de los directores lo llamó y le pidió si podía preparar una presentación para un cliente. Tenía solo dos días.
Fíélix trabajó con intensidad y a las cuarenta y ocho horas le dejó al director el dosier de la presentación en la mesa. Al poco rato, el director fue a verlo y con la presentación en la mano le dijo:
–¡Brillante!
Jorge no sabía cómo interpretar aquellas palabras y se apresuró a decirle:
–Lo siento, he tenido solo dos días, he trabajado muy rápido, quizá demasiado, y no todo está como me gustaría, pero no he podido hacer más…
El director lo miró con extrañeza y le cortó el discurso para decirle:
–Fíélix, parece que no me estás entendiendo, te estoy diciendo que me parece brillante, te estoy dando las gracias.
Jorge se disculpó:
–Perdona, es que pensaba que lo decías con ironía porque esperabas un trabajo mejor.
El director, con expresión contrariada, le dijo:
–Amigo, estás fatal. No síé cómo te trataban en tu antiguo trabajo…
Somos implacables transmitiendo a los demás nuestras críticas y sin darnos cuenta omitimos los halagos. Cuando algo no nos gusta de otro, cuando ha hecho algo mal, sentimos la necesidad de decírselo. Y si ocupamos una posición de poder, esta necesidad se convierte en una responsabilidad más de nuestro trabajo. Sin embargo, cuando las cosas salen bien, cuando estamos contentos del trabajo de alguien o nos gusta especialmente algo de su manera de hacer las cosas, nos cuesta muchísimo decírselo. Nos parece innecesario y hasta contraproducente. Como le oí decir a un alto ejecutivo a propósito del excelente trabajo de un subordinado, “mejor no decírselo, que se lo cree y se relajaâ€.
Lo cierto es que con mayor o menor consciencia de ello, nos sobrecargamos los unos a los otros de críticas y reproches, y prescindimos de los halagos y los reconocimientos. Recibimos proporÂÂcionalmente muchos menos halagos que críticas, a pesar de que, como ha demostrado la investigación científica, necesitaríamos para un correcto equilibrio emocional al menos cinco halagos por cada crítica, ya que para la mente humana lo malo es más fuerte que lo bueno.
Nadie es inmune a la sobrecarga de juicios negativos. Al mismo tiempo, todos necesitamos una dosis razonable de reconocimiento. La ausencia de halagos deja huella en nuestro estado emocional: la persona que solo recibe crítica en lo que hace acaba creyendo que hace las cosas mal, y que no es bueno en su trabajo. Acaba perdiendo la autoestima.
En el caso que he descrito, Fíélix dudaba de la intención de las palabras de su nuevo director, porque tras años y años de ausencia de reconocimientos y de críticas innecesarias había dejado de creer en sí mismo y no concebía que aquel comentario pudiera ser un halago.
La falta de reconocimiento mina la autoestima. No a todos por igual y de la misma manera, pero lo hace. Y si se combina con una sobredosis de crítica, el efecto se multiplica.
Sería bueno revisar nuestro comportamiento comunicativo con los demás: ¿cuándo fue la última vez que le reconocí a determinada persona algo bueno?, ¿me cuesta decirle lo que me gusta de íél?, ¿me ahorro sistemáticamente los halagos? Y corregir el balance entre críticas y halagos.
Es bueno halagar generosamente a los demás cuando lo merecen, como es bueno saber recibir y disfrutar de un halago merecido. Ambos comportamientos son signo de seguridad interna. Lo que no es bueno en absoluto es llegar a depender de los halagos de los demás, ya que ello nos hace terriblemente vulnerables. Cuando dependemos del reconocimiento ajeno para sentirnos bien, acabamos haciendo lo que sea necesario para obtenerlo, prescindiendo, en el límite, de nuestros propios valores.
Contaba el desaparecido maestro Oriol Pujol Borotau que nuestra autoestima es como un gran saco que llenamos cada día con todo lo bueno que nos ocurre. Pero este saco tiene un agujero, de manera que por la noche va perdiendo su contenido, y cada mañana necesitamos llenarlo de nuevo. Podemos llenarlo desde fuera –con el reconocimiento y la estima de los demás– o podemos llenarlo desde dentro –con nuestra propia estima y reconocimiento–. Si lo hacemos desde fuera, cada mañana viviremos la angustia de tener que lograr el reconocimiento de los otros, de tener que hacer cosas para que estíén contentos y nos lo den. De tener que ganarnos su estima. Y si el reconocimiento no llega, el saco no se llena y nos sentiremos mal. Si, en cambio, nos acostumbramos a llenarlo desde dentro, desde nuestra propia estima, seremos seres independientes y podremos vivir el reconocimiento de los otros –si llega– como un gran regalo, pero no como una necesidad para nuestra subsistencia.
Quizá nos toque vivir en un entorno parco en halagos y lleguemos a dudar de nuestras capacidades y aptitudes. No será una situación agradable, sin duda, pero incluso en estos casos hay un trabajo que siempre podemos hacer para no perder la autoestima: tomar consciencia de nuestras virtudes.
Para ello ayuda mucho un sencillo ejercicio: escribirlas. Hacer una lista de veinticinco virtudes que consideramos nuestras y, una vez completada, pegarla en el espejo del baño para leerla cada mañana. Si la lista es demasiado corta, pidamos ayuda a los amigos. Que nos ayuden a confeccionarla con todo aquello que ellos experimentan de nosotros en positivo y que quizá nosotros no somos capaces de ver. Si es demasiado larga (ocurre pocas veces), una pequeña dosis de humildad nos ayudará a recortarla saludablemente.