Por... Macario Schettino
Hasta donde sabemos, las primeras sociedades humanas aparecieron hace 14 mil años. En los doscientos mil años previos, nuestros antepasados vivieron en pequeños grupos, bandas, de unas pocas decenas de personas, dedicadas a cazar, recolectar y forrajear. Esas bandas eran profundamente igualitarias, al extremo de evitar a quienes intentaban ser más que los demás. Lo hacían burlándose de íél (rara vez es ella), expulsándolo de la banda, o en el caso extremo, matándolo. (Si quiere usted profundizar en el tema, le sugiero el libro de Christopher Boehm, Moral Origins).
Hace 14 mil años, le decía, aparecen grupos mayores, sedentarios, que aparentemente hacen los primeros experimentos agrícolas antes de la mini edad de hielo conocida como Younger Dryass. Despuíés, hace 12 mil años, estas sociedades son ya agrícolas, de pastoreo, y paulatinamente van creciendo en población, a centenares, y poco despuíés a miles de integrantes. No tenemos mucha información de esas sociedades, pero para hace seis mil años ya son los imperios de todos conocidos: sumerios, acadios, egipcios. En esos imperios, y en todas las sociedades que existieron desde entonces, hay diferencias internas. Hay unos pocos que mandan (y controlan la religión), hay unos más que administran la violencia, y hay grandes cantidades que trabajan. Al menos desde entonces, hace seis mil años, las posibilidades de una persona las define su nacimiento, y son prácticamente imposibles de modificar. Incluso en esa ciudad que acostumbramos usar como referencia de la democracia, Atenas, sólo un puñado de personas tienen derecho a participar en el gobierno, votando o deliberando.
El gran mito de la modernidad es volvernos a considerar todos iguales. Le digo mito porque es igual que el que prevaleció en esos seis mil años, en los que el nacimiento determinaba las diferencias. Ambos son igual de falsos: los seres humanos no somos iguales, ni el nacimiento nos determina. Pero es sobre esas creencias que se han construido las sociedades. Y si hay que elegir entre ambos, no tengo duda de que el mito moderno es mucho mejor.
Los seres humanos tenemos grandes diferencias entre nosotros, y sobre ellas se construyeron sociedades por más de seis mil años. Todas ellas, al enfatizar la diferencia, no tuvieron otro remedio que ser autoritarias en lo político, estancadas en lo económico e injustas en lo social, puesto que sólo así podía mantenerse la desigualdad que las definía. Por el contrario, si el íénfasis se pone en la igualdad humana, entonces se impone la democracia (el gobierno de todos), el libre mercado (la participación económica de todos) y la inclusión (la aceptación de todos).
Pero este íénfasis, fácil de lograr en bandas de unas pocas decenas de humanos, ha sido extraordinariamente difícil para las inmensas sociedades modernas. Peor aún cuando resabios de la vieja desigualdad intentan sobrevivir: la añeja aristocracia, religiones imperialistas, fueros y privilegios, usos y costumbres. Y es que seis mil años no se borran fácil, es toda la historia escrita. Incluso las famosas utopías no son otra cosa que ofertas de regresar a esas sociedades en donde no todos son iguales: dictadura del proletariado, primero los pobres, bienaventurados unos, pero no otros…
El imperio de la ley sólo existe cuando todos somos iguales. Cuando no es así, sea por nacimiento, color de piel, preferencias, amistades o cercanías, no funciona la democracia, no crece la economía, y no hay justicia. Habrá quien diga que sí, porque su grupo sí vota, o porque le alcanza para comer, o porque son otros los perseguidos. Pero tarde o temprano las cosas acaban mal para todos, incluso para los que se consideraban privilegiados.