Por... David Ibarra
La crisis universal ha puesto en jaque a los basamentos ideológicos del orden económico internacional y sacado a la luz las enormes divergencias ideológicas entre los intereses en juego.
Quiíérase o no, la solución de toda crisis financiera ha de satisfacer dos requisitos inescapables: reconstituir la demanda de la población aun con gasto fiscal y reconstituir el flujo de críédito a la economía real. Veamos lo hecho.
A mediados de 2007, al presentarse signos inequívocos del rompimiento de las burbujas inmobiliarias y del críédito, la Reserva Federal de Estados Unidos redujo las tasas de interíés del redescuento y luego los requisitos a la concesión de príéstamos a la banca.
Hasta aquí privó la ortodoxia monetaria, como si se tratase de un simple problema de liquidez del sector financiero.
La inyección de liquidez no bastó para compensar el derrumbe de los precios de los bienes inmobiliarios y de las bolsas accionarias en el patrimonio y la demanda de empresas, de familias, ni en los balances de las instituciones financieras.
En esas condiciones los bancos se rehusaron a prestar y el sector privado a pedir prestado, haciendo inútiles los incentivos de la baja de las tasas de interíés en la reanimación de la economía real.
Aun así, las autoridades estadounidenses dudaron en intervenir directamente en los bancos. Prefirieron soluciones privadas, es decir, la compra de instituciones quebradas por empresas con mejores finanzas.
Las fusiones de Bear Stearns por JP Morgan o la de Wachovia por Wells Fargo son ejemplos conspicuos de ese tipo de políticas.
Los resultados no fueron alentadores al facilitar el contagio de empresas sanas y al no acrecentar la oferta neta de críédito a la economía real.
Sin embargo, en casos un tanto alejados del núcleo central del sector financiero se comenzaron a utilizar instrumentos anticrisis de orden distinto. Así se inyectaron recursos de capital a las hipotecarias Fannie Mae y Freddy Mac y a la aseguradora AIG.
Todavía aquí la intervención estatal se limita a la adquisición de acciones preferentes, sin derecho a voto en los consejos de administración, dejando decisiones en manos privadas.
El imperativo de rescatar conjuntamente a banqueros y bancos inspiró los intentos de la adquisición estatal de los activos tóxicos.
El Plan Paulson de 700 mil millones de dólares iba dirigido a esos propósitos. Surgen entonces dificultades asociadas a la valuación de esos activos para no perjudicar a los vendedores o al fisco.
Tomar el control gubernamental de las instituciones financieras y reanudar por ese medio el ciclo del críédito a la producción sigue encontrando obstáculos de orden político.
El principal se asocia a las resistencias a erosionar el poder de la íélite financiera estadounidense que, con el sector inmobiliario, maneja alrededor de 22% del producto, 50% por arriba de todo el sector manufacturero.
En tíérminos políticos, la búsqueda de soluciones a la crisis enfrenta el dilema —señalado por Stiglitz— entre salvar a los bancos o salvar a los banqueros. De un lado milita la insatisfacción ciudadana y de los contribuyentes, que les culpa de la devaluación de los inmuebles, de los valores en bolsa, de las jubilaciones, del aumento posterior de los impuestos, mientras se autoconceden remuneraciones exorbitantes.
Y de otro están los riesgos y costos —ideológicos, políticos, presupuestarios— de reemplazar burocráticamente a los dirigentes del sector empresarial más influyentes de los últimos años y tirar por la borda buena parte de los paradigmas económicos en boga.
Pero las realidades obligan a la adopción de más y más prácticas keynesianas repudiadas hasta no hace mucho por el monetarismo.
El rescate multimillonario del Citigroup y el parcial de la industria automotriz señalan nuevos alcances del intervencionismo estatal.
De otro lado, la Reserva Federal lanza un programa estimado en 800 mil millones de dólares, destinado a la compra de deuda y de títulos inmobiliarios, de tarjetas de críédito y de la pequeña y mediana industria.
El financiamiento del programa se sustenta en alto grado en la simple emisión monetaria. Con esos y otros gastos, el díéficit público estadounidense difícilmente resultará inferior a 10% del producto, resquebrajando en medida inusitada los equilibrios fiscal y monetario.
La ley de estímulos económicos del presidente Obama —con erogaciones superiores a 2% del producto— enfrentó la oposición unánime de los legisladores republicanos.
La ideología conservadora prefiere que los estímulos económicos se concreten en reducciones impositivas más que en mayor gasto gubernamental, a pesar de ser más inciertos sus efectos contracíclicos. En la negociación inevitable, el paquete quedó integrado por un tercio en bajas de gravámenes y dos tercios en acrecentamiento de erogaciones.
En rigor, el Plan Obama asume una estrategia ideológicamente moderada. Supone la adquisición de los activos tóxicos por el sector privado con financiamiento y garantías públicas, así como un reparto de utilidades o píérdidas desfavorable al fisco, solución muy alejada del abordaje intervencionista a las instituciones financieras.
Aun así, se tendrá que doblar el brazo de los banqueros renuentes a vender los activos malos y a reconocer las píérdidas consiguientes, o a aceptar las pruebas de solvencia (stress tests) a que deberán someterse. Como al Plan Paulson, a la nueva propuesta se le critica por alentar la privatización de las ganancias y la socialización de las píérdidas.
No acaban ahí los conflictos de interíés que vienen aplazando la cura definitiva de la crisis. A la tradicional oposición estadounidense a respaldar medidas multilaterales ha surgido la renuencia alemana a la búsqueda de soluciones siquiera regionales en la Unión Europea.
Pese a la índole global de la debacle económica, la concepción de las soluciones apenas comienza a rebasar los ámbitos nacionales.
En efecto, la astringencia financiera de varios de los países ex socialistas y la de muchos otros en desarrollo ha llevado a proponer la ampliación sustantiva de los recursos del FMI y hasta la emisión de derechos especiales de giro.
Junto a lo anterior están las presiones para revisar el sistema de cuotas e influencias en los organismos internacionales por parte del mundo en desarrollo y, singularmente, de los grandes tenedores de las reservas monetarias internacionales (China, otros países asiáticos y petroleros).
Problemas y tensiones han llevado al Fondo Monetario y al Banco Mundial a insistir, contra su posición tradicional, en generalizar el gasto gubernamental contracíclico en poco más de 2% del producto en cada país, para equilibrar las filtraciones de los estímulos en perjuicio de los países que los adopten.
De otro lado, los problemas del receso económico —sobre todo los manifiestos en díéficit de la balanza de pagos y cerrazón del financiamiento externo— inducen a los países a multiplicar las medidas proteccionistas.
La Organización Mundial de Comercio proyecta la caída del comercio global en 9% y el Banco Mundial ha identificado 47 medidas (de 17 países) restrictivas del comercio. En los hechos, esas medidas van desde la subvaluación cambiaria, los subsidios a la exportación, los salvamentos de industrias, hasta el alza directa de restricciones arancelarias y no arancelarias.
Hay riesgo de resurgimiento del proteccionismo y del resquebrajamiento de los encadenamientos productivos de la globalización.
Por eso se angostan las expectativas sobre la cumbre del G-20 que esperanzadoramente abarcaban desde las de la remodelación de la arquitectura del sistema financiero internacional hasta un nuevo Bretton Woods, esto es, un nuevo orden internacional.
Las soluciones son conocidas, pero eso no resuelve la maraña ideológica y de intereses contrapuestos. Es todavía grande la separación entre la posición estadounidense —más gasto fiscal y nuevos impuestos—, la posición europea —más regulación al casino financiero— y la de los grandes países emergentes —más poder en los organismos internacionales y nueva moneda de reserva—.
Quizá al final no se convenga nada sustantivo más allá de mejorar las regulaciones financieras sobre todo de los paraísos fiscales, aportar más recursos al FMI (sin revisión sustantiva del sistema de cuotas) e iniciar una coordinación limitada de las políticas fiscales.
A pesar de la retórica complaciente, el mundo todavía no parece inclinado a ir más lejos, aunque deba pagar el costo de prolongar la crisis que sólo en Estados Unidos cuesta 600 mil desempleados por mes.