Ayer mantuve una reunión de lo más surrealista. En la cafetería de una estación de tren de una capital de provincia, cosas de agendas, nos sentamos dos altos ejecutivos con responsabilidad nacional de una entidad financiera y mi compañero de despacho y yo. El objeto de la reunión era hablar de la reestructuración financiera de una promotora inmobiliaria. No voy a cansarles con los detalles propios del objeto del encuentro, porque lo que quiero destacarles es lo que, a mitad de la reunión, salió como una explosión de naturalidad y, yo diría, casi de necesidad.
Habían transcurrido veinte minutos cuando uno de mis interlocutores bancarios me preguntó: “¿Os acordáis cómo pasábamos las tardes y los fines de semana cuando íéramos niños?â€.
Los cuatro teníamos poco más de cuarenta años (he dicho poco más…, y ya) y esta invitación, esta pregunta que a modo de muleta nos puso delante de nuestra cara no podía ni debía ser rechazada. Y comenzó entonces la verdadera batalla y lo duro de nuestra reunión porque cada uno quería hablar antes que el otro, porque en nuestras caras comenzó a aflorar un brillo juvenil (que no hemos perdido todavía, ojo) y porque, al final de esta increíble “batalla†descubrimos lo bien que se vivía antes.
Yo sigo viviendo en el mismo lugar. Antes era un pueblo y ahora es una ciudad. Antes tenía campo, iba a “recoger†melones a la finca del “Tio Caheteâ€, a cazar grillos, a “echar unas guerras†con los del barrio de Cáritas, a jugar al balón (en nuestro barrio teníamos uno), a los pistoleros, al escondite…; eso sí, antes, tenía que ir todos los sábados por la mañana, a comprar cuarto y mitad de chirlas y de anillas de calamar para una sopa buenísima.
Y los sábados por la tarde, con mi hermana y mis padres, a andar por el campo…, que a mí lo que más me gustaba era el momento del descanso para comernos el bocadillo que mi madre nos había preparado.
Y mi relato no variaba mucho del de los otros tres contertulios. Antes no salíamos a pasear por los centros comerciales a ver quíé veíamos, entre otras cosas porque no había y porque no teníamos por quíé gastar en lo que no nos hacía falta. Mi padre tenía un Renault 12 de tercera mano que cuidaba y reparaba y nos llevaba a todas partes. Y además, vivíamos en un piso de alquiler que despuíés mis padres compraron tras firmar 180 letras, que me acuerdo de ese día porque no entendía quíé era eso que estaban firmando que era todo lo mismo.
Y aunque sea injusto, todo lo bueno pasa. Como pasó nuestra infancia y como cambió nuestra conversación cuando retomamos el objeto de nuestra reunión, que no era otra cosa que renegociar las deudas de una inmobiliaria que ha sido agente activo, junto con los bancos, de lo que ahora estamos viviendo.
Al final de la reunión, nos preguntamos por quíé leches se nos olvidó lo bien que vivíamos antes.
Saludos y hasta dentro de quince días.
Oberon.
Vale