Por... Ignacio Morilla
Un grupo de científicos de la Agencia Japonesa de Ciencias Marinas y Tecnología ha descubierto una zona de unos diez mil millones de kilómetros cuadrados con abundante contenido en “tierras rarasâ€. Estas tierras se componen de elementos como el diprosio, el terbio o el itrio, utilizados en la fabricación de turbinas eólicas, smartphones, televisores de última generación o lámparas de luz de bajo consumo. Yasuhiro Kato, profesor de la Universidad de Tokio, ha declarado que las reservas en un kilómetro cuadrado podrían proporcionar una quinta parte del consumo mundial durante un año. China, que controlaba el 97% del mercado, podría ver amenazado este monopolio.
Las tierras raras son un conjunto de diecisiete elementos de la tabla periódica que se encuentran el la naturaleza de forma muy dispersa. Fueron descubiertos en el siglo XVIII pero ha sido en los últimos años cuando se han aplicado a la industria tecnológica.
China utilizaba el monopolio de las tierras raras con fines diplomáticos. En otoño de 2010 interrumpió las exportaciones a Japón durante un mes por una crisis diplomática. La dependencia de China y el temor a que en un futuro pudiese reducir las exportaciones ha provocado un aumento en los precios de estos minerales. El kilogramo de diprosio, utilizado en motores de vehículos elíéctricos e híbridos o en discos duros de computadoras, se multiplicó por treinta desde 2003, llegando a costar 467 dólares el kilogramo. El precio del cerio casi se quintuplicó el verano pasado.
La revista Nature Geoscience anunciaba el hallazgo de un gran depósito de tierras raras bajo la superficie del Ocíéano Pacífico. Una amplia zona en torno a Hawai, de 8,8 millones de kilómetros cuadrados y otra al este de Tahití de 2,4 millones. El profesor Kato estima que separar el mineral del fango sería fácil y económico.
Los descubrimientos del científico, junto con el dato de que podrían existir bajo el agua entre ochenta y cien mil millones de toneladas de estos minerales - el Servicio Geológico de Estados Unidos calculaba en 110 millones de toneladas las reservas hasta la fecha-, hacen pensar que el control monopolístico que ejerce China en el suministro de estos materiales cambiará en el futuro. La Autoridad Internacional de los Fondos Marinos -organismo dependiente de la ONU- deberá conceder los permisos de explotación y extracción, ya que los depósitos encontrados se hallan en aguas internacionales.
La escasez de estos elementos y la alta dependencia del país asiático, ha frenado el desarrollo de nuevas tecnologías ecológicas como las turbinas eólicas o los automóviles híbridos y elíéctricos. Para poner solución a esta dependencia, el Instituto de Materiales Metálicos del Instituto Lebiniz (Alemania), ha centrado su investigación en la creación de metales artificiales que sustituyan a las tierras raras. Este descubrimiento podría poner fin a esta situación e impulsar el desarrollo de nuevas tecnologías. Actualmente en el mundo hay seiscientos mil coches híbridos. Oliver Gutfleisch -jefe del departamento de magnetismo y superconductividad del instituto-, vaticina que en 2018 habrá 20 millones.
Pese a las declaraciones del profesor Kato, numerosas organizaciones ecologistas han advertido del posible riesgo ambiental que conlleva la explotación de tierras raras. Julio Barea, doctor en geología y experto en contaminación de Greenpeace, asegura que “este tipo de minería es muy agresiva y contaminante†y que “sólo una ínfima parte de estos minerales se comercializa, despuíés de un tratamiento con ácidos y substancias muy tóxicasâ€. Por su parte, el profesor Kato declaraba que el fango simplemente es enjuagado con ácidos diluidos (ácido sulfúrico o ácido clorhídrico) durante una a tres horas a temperatura ambiente, y que “esta tíécnica no representaría ningún riesgo para el medio ambiente ya que los ácidos diluidos utilizados no son vertidos al ocíéanoâ€.
Las tierras raras se suman a los materiales en los que los seres humanos hacen depender su tecnología y gran parte del crecimiento económico. Como tantas otras riquezas, su control y explotación pueden intensificar conflictos armados, hacer que se tambaleen los mercados y dañar el medioambiente. Más que explotar al máximo un nuevo recurso para obtener rápidos y abundantes beneficios, quizá se trate más de frenar la locura consumista.