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Autor Tema: Un dí­a, allí­, estuvo el paraí­so...  (Leído 251 veces)

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Un dí­a, allí­, estuvo el paraí­so...
« en: Septiembre 08, 2013, 07:19:10 pm »
Por...  Pedro Luis Angosto 



Estados Unidos tiene asegurado el petróleo para unas díécadas –los muertos ajenos no cuentan- y la libertad, base de la democracia, está en retroceso en todo el mundo, salvo para los mercados y los mercaderes.

Hubo un tiempo en que los hielos llegaban hasta Gibraltar permitiendo el paso a pie entre ífrica y Europa a los animales que por entonces poblaban ambos continentes. Durante miles de años, todaví­a, a largos periodos de frí­o sucedí­an otros calurosos de tal manera que cada diez milenios más o menos los polos se extendí­an o menguaban según estuviíésemos en una glaciación o un periodo de deshielo. Los desiertos que se extienden desde Marruecos a Afganistán no lo fueron siempre y por mucho que nos cueste creerlo hasta hace cincuenta y cinco siglos el Sahara fue algo similar a lo que hoy aún es, aunque no por mucho tiempo gracias a la depredación capitalista, la cuenca del Amazonas. Fósiles de árboles tropicales, de hipopótamos, mamuts, cocodrilos, jirafas, demuestran que esa inmensa extensión de arena estuvo durante muchos siglos atravesada por grandes y caudalosos rí­os que daban vida a miles de especies botánicas y zoológicas. Durante la última desglaciación, en la que vivimos actualmente, los hielos se retiraron hacia el norte, al igual que sucedió con las zonas templadas y tropicales. Aquel trozo de paraí­so fue degradándose por el cambio climático natural hasta convertirse en el territorio árido que hoy atraviesan caravanas de tuaregs y de turistas atraí­dos por el exotismo de la pobreza extrema o por la amabilidad de sus pobladores. En periodos ya históricos, mesopotámicos y egipcios aprendieron a vivir en condiciones adversas inventando toda una serie de artilugios hidráulicos para controlar el agua de los tres grandes rí­os que sobrevivieron: Tigris, í‰ufrates y Nilo. El agua se convirtió en el bien más preciado y quienes organizaban su uso en nombre de los dioses, en dueños y señores de vidas y haciendas. No por casualidad, allí­ nacieron las tres grandes religiones monoteí­stas: Los sacerdotes eran parte fundamental de la estructura de poder.

Dios, los dioses, se cebó con los indí­genas de aquellas tierras, y cuando no la emprendí­a contra los filisteos, lo hací­a con los babilónicos, egipcios, los habitantes de Jericó, Ur o Sodoma. Le cogió gusto, y aburrido como debí­a estar en lo alto de los cielos, envió plagas, prendió las cosechas atando bojas ardiendo a la cola de miles de zorras, llenó de sangre las aguas del Nilo y convirtió en estatuas de sal a los pervertidos sodomitas. Pero no era suficiente y en un ataque de locura decidió volver a llenar el desierto de agua y encargar a uno de sus siervos que construyese un barco grande y metiese en íél a una pareja de cada especie animal, pues habí­a pensado, sólo para hartarse de reí­r, que habí­a llegado el final para todos aquellos que no supiesen nadar y guardar la ropa. Romanos, turcos, franceses, ingleses, yanquis… Dios se habí­a guardado una última bala en la recámara: Tendríéis arena como para vestir de ocre toda la faz del planeta y debajo de ella, a unos cientos de metros, cantidades enormes de oro negro formado con los restos de vuestro antiguo esplendor natural. Sí­, franceses e ingleses, luego yanquis, hablaron con el Todopoderoso y les confió el secreto, partieron la tierra a tiralí­neas mientras glorificaban a Lawrence de Arabia, formaron paí­ses inexistentes, colocaron en ellos a reyezuelos obedientes y en un rincón santo incrustaron a Israel –el jardinero fiel- para terminar de completar el mapa del infierno

Liderado por Gamal Abdel Nasser, el mundo árabe quiso alejarse de la ira de los dioses a principios de los cincuenta mediante el panarabismo, un movimiento nacionalista y populista con una pequeña influencia socialista que quiso acabar con las monarquí­as feudales impuestas por Occidente. La nacionalización del Canal de Suez y del oro negro desataron de nuevo –apenas habí­an pasado cuatro años desde la llegada de Nasser al poder- las iras de Marte y la guerra volvió a arrasar la tierra de los dioses hasta nuestros dí­as. Nada importó que aquel movimiento panarabista que contagió a Siria, Irak, Túnez, Argelia y Libia en los años sesenta propiciara el laicismo, la liberación de la mujer –aunque parezca mentira por lo que nos han contado en las universidades de Irak hubo tantos hombres como mujeres-, la postergación de la ley islámica, de la Sharia, no, lo único que interesaba a Occidente era el oro negro: Jamás nadie se habrí­a preocupado por aquella geografí­a arenosa y silí­cea si en su subsuelo los dioses no hubiesen colocado el maldito oro negro que queman los poderosos. El fin de la URSS –que apoyaba a los panarabistas-, la aparición de China como gigante económico mundial y la perspectiva de un futuro con petróleo escaso hicieron el resto: El mundo árabe, la tierra del oro negro, tení­a que estar bajo control por el medio que fuese, lo mismo daba para ello que en la Casa Blanca estuviese Bush, Obama o Chou-En-Lai; igual que fuesen fíérreas dictaduras que ríégimenes autoritarios, progresivos o feudales. Su destino estaba escrito con letras de sangre sobre papel de gasoil, de tal modo que hoy sólo son estables los paí­ses sometidos a los intereses de Occidente con sangrientas monarquí­as feudales: Arabia, Marruecos, Catar y los Emiratos írabes.

Al mismo tiempo que Occidente –Estados Unidos- imponí­a la guerra como forma de vida habitual para los paí­ses africanos y asiáticos poseedores de petróleo y no sometidos, los inquilinos de la Casa Blanca, el Pentágono y la CIA decidieron que el miedo no tení­a por quíé circunscribirse a esas naciones, sino que para guardar la viña era mucho mejor que tambiíén lo sintiesen los habitantes del llamado mundo desarrollado. Informativos europeos y yanquis, miles de pelí­culas difundidas hasta la saciedad, tertulianos de toda laya y gobiernos diligentes nos hicieron ver que si se gastaban millones y millones en poner enormes aparatos para escanear nuestras maletas en terminales de aeropuertos y estaciones de ferrocarril, no era para fomentar un inmenso negocio sino por nuestra seguridad; que si nos hací­an una palpación rectal, es decir, nos metí­an los dedos en el culo al desembarcar en una gran democracia no era un acto de tortura contrario a los más mí­nimos y elementales derechos humanos, sino por nuestro bien, de tal manera que al sometimiento militar del mundo del petróleo árabe, siguió la imposición del negocio de la seguridad en todo el mundo, prevaleciendo muy por encima del principal derecho y valor de todo ser humano: La libertad.

La jugada no podí­a salirles mejor. De momento Estados Unidos tiene asegurado el petróleo para unas díécadas –los muertos ajenos no cuentan- y la libertad, base de la democracia, está en retroceso en todo el mundo, salvo para los mercados y los mercaderes


•... “Todo el mundo quiere lo máximo, yo quiero lo mínimo, poder correr todos los días”...
 Pero nunca te saltes tus reglas. Nunca pierdas la disciplina. Nunca dejes ni tus operaciones, ni tu destino, ni las decisiones importantes de tu vida al azar, a la mera casualidad...