Por... Simon Lester
En el acalorado debate actual sobre el Arbitraje de Diferencias Inversor-Estado (ISDS, por sus siglas en inglíés), el tema de la ley de inversión internacional se presenta a menudo como una simple elección binaria. O se está a favor de un sistema jurídico internacional de protección de la inversión extranjera, que incluye quejas directas de los inversores contra estados y obligaciones tales como "trato justo y equitativo"; o se está en contra de tales normas y permitiría que los inversionistas extranjeros estuvieran sujetos a los caprichos de los estados. Los partidarios creen que tales normas internacionales son cruciales para atraer y proteger la inversión extranjera; los críticos alegan que las normas socavarán las regulaciones nacionales. A primera vista, el debate parece irresoluble.
Pero debajo de la superficie de este conflicto hay una posición intermedia en el derecho internacional de inversiones, una que evita muchos de los problemas que los partidarios del ISDS advierten, mientras que al mismo tiempo elimina los temores de los críticos del ISDS de que habría una cantidad de demandas sin freno: un sistema de resolución de diferencias entre estados, como aquel usado en la Organización Mundial de Comercio (OMC), que se centra en la obligación de no discriminar. Este sistema permitiría a los estados presentar denuncias contra otros estados cuando el sesgo anti-extranjero afecte el trato de los inversores extranjeros, en los tribunales nacionales, la legislación o la regulación.
Este sistema ha funcionado muy bien en el contexto del comercio. Desde que la OMC se creó en 1995, ha habido casi quinientas quejas, con cientos de informes de paneles, informes de apelación y decisiones arbitrales. En casi todos los aspectos, el sistema es eficaz. Hay algunos casos difíciles, por supuesto, pero eso tambiíén pasa en los sistemas jurídicos nacionales.
Una solución obvia a la controversia respecto del ISDS, sería, entonces, cambiar el sistema de la ley de inversiones a algo más parecido a la OMC. Cuando esto se propone, sin embargo, la típica respuesta es que el hecho de que sean los estados, en lugar de los inversores, quienes presenten denuncias "politizaría" el proceso. En otras palabras, los estados se verían obligados a enfrentarse sobre cuestiones políticas difíciles y que esto no sería deseable.
Este argumento sobre la politización no es convincente. En primer lugar, es difícil imaginar que cualquier politización que se produzca con la resolución de disputas entre estados fuera peor que lo que está pasando ahora con el ISDS. La naturaleza del sistema existente ha politizado los acuerdos comerciales tanto que cabe preguntarse si algunos de ellos incluso se pueden concluir alguna vez.
Además, el proceso de disputas comerciales ha prosperado con la resolución de disputas entre estados. Las disputas se vuelven políticas a veces, pero el número de controversias presentadas deja claro que los estados no han sido disuadidos de hacer valer sus derechos ante el proteccionismo. Por otra parte, vale la pena señalar que la resolución de disputas entre estados en la OMC contiene algunas normas sobre el comercio de servicios que cubren la inversión, y el sistema no ha sido abrumado por la politización.
En lugar de ser un enfoque peligroso que socavaría los flujos de inversión extranjera, la solución de diferencias entre estados, basada en la no discriminación, apoyaría los objetivos principales de la ley de inversión internacional, sin las controversias del ISDS. Lograría esto por dos razones.
En primer lugar, mantiene las obligaciones centradas en lo que los partidarios del ISDS dicen a menudo que es su principal preocupación: la predisposición y el prejuicio contra las compañías extranjeras. Si un gobierno trata a un inversionista mal —a travíés de una expropiación sin compensación, o un procedimiento judicial injusto— porque es extranjero, el sistema está disponible para que el gobierno del país de origen presente una queja y rectifique la situación. Al centrarse en la no discriminación, el sistema se ajusta estrictamente a sus objetivos, en contraste con el sistema actual, donde las obligaciones amplias tales como "trato justo y equitativo" hacen que el alcance sea incierto y plantean preocupaciones sobre la autonomía reglamentaria.
En segundo lugar, al limitar las quejas a las realizadas por los estados, como es el caso en el derecho internacional en general, podemos tomar el control de los litigios de las corporaciones y los abogados que hacen reclamos con limitadas posibilidades de íéxito, disminuyendo así la credibilidad del sistema. La proliferación de reclamos a veces inverosímiles enriquece la industria legal y enfurece a los críticos, pero no hace mucho para promover y proteger la inversión extranjera.
Es la combinación de estos dos factores en el sistema actual, que es la clave: las obligaciones demasiado amplias, y la capacidad de los inversores de demandar directamente a los estados. Si podemos mantener las obligaciones limitadas, y hacer que los procedimientos de resolución de disputas en torno a la legislación de inversiones extranjeras se parezca más al derecho internacional tradicional, todo el sistema tendría mucho más sentido. (Y nada impediría, en un sistema de este tipo, que los inversores extranjeros pusieran cláusulas de arbitraje en sus contratos, permitiendo demandas directas contra los estados anfitriones).
Como parte de la discusión acerca de la Asociación Trans-Pacífico, el debate sobre el ISDS se está calentando, con la senadora Elizabeth Warren enfatizando las críticas al ISDS, y la Casa Blanca ofreciendo una respuesta pública. Si bien el debate sobre la ley de inversión internacional está presentándose como uno binario —¡o están con nosotros o en contra nuestro!— la realidad es que se trata de una cuestión más matizada y compleja, donde existe un compromiso —si la gente estuviera dispuesta a considerarlo.