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Autor Tema: "Groucho y Yo"  (Leído 5189 veces)

Zorro

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"Groucho y Yo"
« en: Diciembre 05, 2007, 09:43:44 am »
Extracto de la genial autobiografí­a del humorista americano. En la que cuenta sus experiencias con los mercados y la gran bajada de 1929. La opiní­ón sirve hoy perfectamente, ¡tanto como ayer!:

Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del paí­s. Era un asuntillo llamado mercado de valores. Lo conocí­ por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que yo era un negociante muy astuto. O por lo menos eso parecí­a, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tení­a asesor financiero ¿Quiíén lo necesitaba? Podí­as cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecí­a absurdo vender una acción a treinta cuando se sabí­a que dentro del año doblarí­a o triplicarí­a su valor.

Mi sueldo semanal era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. Disfrutaba trabajando en la revista pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos dí­as.

Subí­ a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo: - Hace un ratito han subido dos individuos,, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos, de verdad. Vestí­an americanas cruzadas y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del mercado de valores y, críéame, amigo, tení­an aspecto de saber lo que decí­an. No se han figurado que yo estaba escuchándoles, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oí­do atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones! El caso es que oí­ que uno de los individuos decí­a al otro: "Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation" […]

Le di cinco dólares y corrí­ hacia la habitación de Harpo. Le informíé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me habí­a tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y todaví­a iba en batí­n. -En el vestí­bulo de este hotel están las officinas de un agente de Bolsa -dijo-. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones antes de que se esparza la noticia. -Harpo -dije-, ¿estás loco? ¡Si esperamos hhasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!.

De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batí­n, corrimos hacia el vestí­bulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamíén compramos acciones de United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantí­a del veinticinco por ciento. Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no estíén familiarizados con Wall Street, permí­tanme explicar lo que significa esa garantí­a del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si uno compraba ochenta mil dólares de acciones, sólo tení­a que pagar en efectivo veinte mil. El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero.

El miíércoles por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall Street, quien le dijo en un susurro: -Chico, ahora vengo de Wall Street y allí­ nno se habla de otra cosa que del Cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará hasta los quinientos. ¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Lo síé de muy buena tinta. Chico corrió inmediatamente hacia el teatro, con la noticia de esta oportunidad. Era una función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento del telón hasta que nuestro agente nos aseguró que habí­amos tenido la fortuna de conseguir seiscientas acciones.

¡Estábamos entusiasmados! Chico, Harpo y yo íéramos cada uno propietarios de doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente incluso nos felicitó. Dijo: - No ocurre a menudo que alguien entre con tan buen pie en una Compañí­a como la Anaconda.

El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon, el productor teatral, solí­a ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde Nueva York, sólo para informarme de la cotización del mercado y de sus predicciones para el dí­a. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran "arriba, arriba, arriba". Hasta entonces yo no habí­a imaginado que uno pudiera hacerse rico sin trabajar. Max me llamó una mañana y me aconsejó que comprara unos valores llamados Auburn. Eran de una compañí­a de automóviles, ahora inexistente. -Marx -dijo- es una gran oportunidad. Pegará más saltos que un canguro. Cómpralo ahora, antes de que sea demasiado tarde. Luego añadió: -¿Por quíé no abandonas el teatro y olvidas esos miserables dos mil semanales que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, asegurarí­a que puedes ganar más dinero en una hora, instalado en el despacho de un agente de valores, que los que puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en Broadway. -Max -contestíé-, no hay duda de que tu conssejo es sensacional. Pero al fin y al cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ryskind, Irving Berlin y con mi productor Sam Harris.

Los que por entonces no sabí­a era que Kaufman, Ruskind, Berlin y Harris tambiíén compraban a críédito y que, finalmente, iban a ser aniquilados por sus asesores financieros. Sin embargo, por consejo de Max, llamíé inmediatamente a mi agente y le instruí­ para que me comprara quinientas acciones de la Auburn Motor Company.

Pocas semanas más tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de campo, con el señor Gordon […] El dí­a anterior, las Auburn habí­an pegado un salto de treinta y ocho enteros. Me volví­ hacia mi compañero de golf y dije: -Max, ¿cuanto tiempo durará esto? Max repuso, utilizando una frase de Al Jolson. -Hermano, ¡todaví­a no has visto nada!

Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendí­a una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un dí­a, con cierta timidez, hablíé a mi agente acerca de este fenómeno especulativo. - No síé gran cosa sobre Wall Street - empecíé a decir en son de disculpa- pero, ¿quíé es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañí­a, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones? Por encima de mi cabeza, miró a una nueva ví­ctima que acababa de entrar en su despacho y dijo: - Señor Marx, tiene mucho que aprender acerrca del mercado de valores. Lo que usted no sabe respecto a las acciones servirí­a para llenar un libro. - Oiga, buen hombre -repliquíé-. He venido aquí­ en busca de consejo. Si no sabe usted hablar con cortesí­a, hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis asuntos. Y ahora ¿quíé estaba usted diciendo?

Adecuadamente castigado y amansado, respondió: - Señor Marx, tal vez no se díé cuenta, peroo íéste ha cesado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los paí­ses de Europa, de Amíérica del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberí­as Crane. Con cierto cansancio preguntíé: -¿Cree que es una buena compra? -No hay otra mejor -me contestó-. Si hay allgo que todos hemos de usar son las tuberí­as. (Se me ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que apareciesen en las listas de cotizaciones.) -Eso es ridí­culo -dije-. Tengo varios amigoos pieles rojas en Dakota del Sur y no utilizan las tuberí­as. -Soltíé una carcajada para celebrar mi salida, pero íél permaneció muy serio, de modo que proseguí­-. ¿Dice usted que desde la India le enví­an órdenes de compra de Tuberí­as Crane? Si en la lejana India piden tuberí­as, deben de saber algo sensacional. Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, que sean trescientas

Mientras el mercado seguí­a ascendiendo hacia el firmamento, empecíé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tení­a me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba doblar su valor en pocos meses.

En los periódicos actuales leo con frecuencia artí­culos relativos a espectadores que se quejan de haber pagado hasta un centenar de dólares por dos entradas para ver My Fair Lady (1) (Personalmente opino que vale esos dólares.) Bueno, una vez pague treinta y ocho mil por ver a Eddie Cantor en el Palace […] Cantor era vecino mí­o en Great Neek. Como era viejo amigo suyo cuando terminó la representación fue a verle en su camerino. […] Encanto -prosiguió Cantor-, ¿quíé te ha parecido mi espectáculo? Miríé hacia atrás, suponiendo que habrí­a entrado alguna muchacha. Desdichadamente no era así­, y comprendí­ que se dirigí­a a mí­. Eddie, cariño - contestíé con entusiasmo verdadero-, ¡has estado soberbio! Me disponí­a a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente con aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo: -Precioso, ¿tienes algunas Goldman Sachs? -Dulzura -respondí­ (a este juego pueden juggar dos)-, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oí­do hablar de ellas ¿Quíé es Goldman Sachs? ¿Una marca de harinas? Me cogió por ambas solapas y me atrajo hacia mí­. Por un momento pensíé que iba a besarme. -¡No me digas que nunca has oí­do hablar de las Goldman Sachs! -exclamó incríédulamente-. Es la compañí­a de inversiones más sensacional de todo el mercado de valores . Luego consultó su reloj y dijo: -Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya ccerrada. Pero, mañana por la mañana, nene, lo primero que tienes que hacer es coger el sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman Sachs. Creo que hoy ha cerrado a 156… ¡y a 156 es un robo! Luego Eddie me palmoteó una mejilla, yo le palmoteíé la suya y nos separamos. ¡Amigo! ¡Quíé contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! Figurese, si no llego a ir aquella tarde al Teatro Palace, no hubiese tenido aquella confidencia. A la mañana siguiente, antes del desayuno, corrí­ al despacho del agente en el momento en que se abrí­a la Bolsa. Aflojíé el veinticinco por ciento de treinta y ocho mil dólares y me convertí­ en afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman Sachs, la mejor compañí­a de inversiones de Amíérica

Entonces empecíé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendí­a. A no ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las agencias de Bolsa tení­an más público que la mayorí­a de los teatros de Broadway. Parecí­a que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La mayorí­a de las conversaciones se limitaban a la cantidad que tal y tal valor habí­an subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios -y en muchos casos sus ahorros de toda la vida- en Wall Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la resistencia que ofrecí­an los prudentes y sensatos, y proseguí­a su continua ascensión.

De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artí­culo sombrí­o advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero vení­a a ser así­: "Cuando el mercado de valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse."

Yo no estaba presente cuando la Fiebre del Oro del cuarenta y nueve. Me refiero a 1849. Pero imagino que esa fiebre fue muy parecida a la que ahora infectaba al todo el paí­s. El presidente Hoover estaba pescando y el resto del gobierno federal parecí­a completamente ajeno a lo que sucedí­a. No estoy seguro de que hubiesen conseguido algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso el mercado se deslizó alegremente hacia su perdición.

Un dí­a concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos fueron presos del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hace casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caí­a sobre nosotros, pero así­ como al principio del auge todo el mundo querí­a comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hací­an ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores que por entonces solo tení­an el nombre de tales. Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantí­as adicionales. Esta era una broma pesada, porque la mayor parte de los accionistas se habí­an quedado sin dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados. Desdichadamente, todaví­a me quedaba dinero en el Banco. Para evitar que vendieran mi papel empecíé a firmar cheques febrilmente para cubrir las garantí­as que desaparecí­an rápidamente.

Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y sencillamente se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el paí­s estaba llorando. Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí­ fueron doscientos cuarenta mil dólares (o ciento veinte semanas de trabajo, a dos mil por semana). Hubiese perdido más pero era todo el dinero que tení­a. El dí­a del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. [...] Todo lo que dijo fue: "¡la broma ha terminado!" Antes de que yo pudiese contestar el telíéfono se habí­a quedado mudo...se suicidó.

En toda la bazofia escrita por los analistas del mercado, me parece que nadie hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquellas palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma habí­a terminado. Creo que el único motivo por el que seguí­ viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la compañí­a. Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecíé a pedir prestado dinero del Banco para cubrir las garantí­as. Las acciones de Cobre Anaconda se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leí­do a Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 7/8. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a United Corporation se saldó a 3,50. Las habí­amos comprado a 60. La función de Cantor en el Palace fue magní­fica ¿Goldman-Sachs a 156 dólares? Cuando la máxima depresión del mercado, podí­a comprárselas a un dólar por acción.

El ir al desahucio financiero no constituyó una píérdida total. A cambio de mis doscientos cuarenta mil dólares obtuve un insomnio galopante, y en mi cí­rculo social el desvelamiento empezó a sustituir al mercado de valores como principal tema de conversación.





"Groucho y Yo", Groucho Marx

Editorial: Tusquet Editores

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« Última modificación: Abril 08, 2009, 09:32:08 pm por Scientia »


Voy del oro a Squirrel Media y tiro porque me toca.

Ventura

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Re: "Groucho y Yo", Groucho Marx
« Respuesta #1 en: Diciembre 25, 2007, 09:39:12 pm »
Una joya.

De lectura obligada antes de poner un euro en bolsa!

Saludos