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Los límites entre la política fiscal y la monetaria se están desvaneciendo, así como la autonomía de los bancos centrales.
Obligados a incurrir en un gasto récord por la amenaza de otra recesión, los gobiernos están desdibujando los límites entre pedir prestado el dinero que necesitan y simplemente fabricarlo.
La mayoría de las economías modernas han tratado de mantener las dos actividades lo más separadas posible. La estrategia habitual ha sido que los políticos electos se encarguen de los presupuestos y cubran cualquier déficit pidiendo prestado en los mercados de bonos, mientras que la maquinaria que imprime el dinero está en otra rama del gobierno: el banco central.
Pero esos límites comenzaron a disolverse tras la crisis financiera de 2008. Y en la crisis del coronavirus casi han desaparecido.
Con industrias cerradas y el desempleo en aumento, solo el gasto público mantiene a flote a millones de hogares y empresas. Los gobiernos envueltos en este esfuerzo están acumulando uno de los mayores déficits presupuestarios de la historia. Y están pagando parte de las facturas con lo que en la práctica son préstamos de sus propios bancos centrales, esto es, deuda que puede refinanciarse indefinidamente y que realmente se parece más al dinero.
“Han fusionado la política monetaria y la política fiscal. Han tirado por tierra la separación estricta entre ambas”, dice Paul McCulley, execonomista de la firma de inversión Pacific Investment Management. “No ha habido una declaración en ese sentido, simplemente se hace y punto”.
Para ilustrar este mecanismo en el cual el banco central financia al gobierno, según estimaciones de Bloomberg Economics, la Reserva Federal de EU comprará este año tres y medio billones de dólares de bonos, cubriendo así la mayor parte de un déficit fiscal que se prevé ascienda a al menos 3 billones 700 mil millones. Nadie sabe cuándo se transferirá la deuda del balance público a las manos de los inversores privados, si es que sucede.
La historia es parecida en otras economías desarrolladas, desde Europa hasta Japón, e incluso en mercados emergentes, como Indonesia y Polonia.
Detrás del tabú contra lo que se conoce como “monetización de la deuda” está el temor a la inflación. En la historia abundan episodios en los que los políticos tomaron el control de las imprentas e introdujeron demasiado dinero en la economía, provocando que los precios se descontrolaran y que se erosionara el valor real de los ahorros.
Los bancos centrales se mantuvieron separados del resto del gobierno para ser un freno cuando los políticos iban demasiado lejos. Esa autonomía se necesitará de nuevo, “pero ahora no es necesaria, así que por lo pronto van a suspenderla”, dice McCulley, quien ayudó a que el barco de la firma de inversión Pimco no encallara en las aguas de la crisis financiera de 2008 y acuñó términos como “banca en la sombra” y “momento Minsky” para definirla.
Actualmente, los economistas creen que la amenaza no es la inflación, sino el riesgo de deflación. En los países desarrollados de lento crecimiento, la política ya se ha inclinado en esa dirección por años. El desafío era estimular las economías, y cuando los formuladores de políticas se quedaron sin espacio para hacerlo mediante la reducción de las tasas de interés, probaron otras formas. El efecto fue socavar la separación de las políticas monetaria y fiscal.
Luego de que Japón se convirtiera en el primer país en llegar a tasas cero a fines de los años noventa, sus ministros de finanzas intensificaron el gasto basado en déficit mientras el banco central compraba la deuda. Las compras se realizaron a través de los bancos, no del ministerio de finanzas, y se clasificaron como participaciones temporales, no permanentes. Esos matices permitieron a las autoridades argumentar que no se había producido una monetización de la deuda y las cosas que advirtieron los críticos, como un aumento de la inflación o la huida de los mercados de bonos, nunca sucedieron.
Tras la crisis de 2008, el debate se repitió en todo el mundo a medida que más países combinaron mayores déficits presupuestarios con la llamada flexibilización cuantitativa. La Reserva Federal compró bonos del Tesoro en el mercado abierto y otros bancos centrales adoptaron medidas similares. Y esas políticas van más lejos en esta pandemia.
Pero no había otra alternativa, afirma Stephen Roach, profesor de Yale y expresidente de Morgan Stanley en Asia. “La economía está en el agujero más grande en el que ha estado, por lo que necesitamos un estímulo fiscal masivo”, sostiene. “El banco central tiene que intervenir para financiarla”. Eso no significa que no haya consecuencias, admite Roach. En EU, la ola de gastos respaldada por la Fed significa que “es probable que la inflación comience a subir después del virus”, dijo. Hace décadas que las economías desarrolladas no ven algo así. Esta ausencia de inflación ha animado a algunos a pedir políticas atrevidas para sacar a las economías de la crisis, incluso si eso desdibuja las fronteras entre la deuda y el dinero.
En la Unión Europea, el inversionista George Soros ha propuesto que los estados miembros emitan “bonos perpetuos” donde el principal nunca tiene que pagarse, sino solo los intereses anuales. Sugirió que los bonos podrían pagar un cupón de 0.5 por ciento, pero si reducimos eso en medio punto, los títulos serían básicamente dinero en efectivo, dice Alessandro Tentori, director de inversiones de Axa Investment Managers en Milán. Acuñar moneda es lo que haría el Tesoro de EU si se aprueba un proyecto de ley demócrata. La medida financiaría los cheques de estímulo que el gobierno entrega a las familias sin aumentar la deuda nacional.
En la misma tónica, el Banco de Inglaterra extendió un sobregiro al gobierno para financiar el déficit. El banco central de Nueva Zelanda dijo que estaba abierto a comprar directamente bonos soberanos. El Banco de Japón ha fijado la deuda gubernamental a 10 años en tasas cercanas a cero, una política conocida como “control de la curva de rendimiento”.
Pese a lo expuesto, es probable que los gobiernos y sus bancos centrales no lleguen a convertir abiertamente la deuda pública en dinero, considerando que los riesgos para la estabilidad monetaria superan cualquier beneficio, indica Nicola Mai, gerente de cartera en Pimco. “No creo que necesites esa cooperación explícita”, menciona. “Es una cooperación implícita”. Pero el resultado no es diferente: “en la práctica, el banco está financiando el mercado soberano, permitiendo que el gobierno gaste dinero”.