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Autor Tema: Los hijos bastardos de Gordo Gekko I  (Leído 713 veces)

Orpheo

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Los hijos bastardos de Gordo Gekko I
« en: Septiembre 21, 2008, 05:19:33 pm »
Hablaba en su momento de Gescartera y otros similares chiringuitos financieros (el artí­culo es de diciembre del 2007) Pero parece que hasta la gran banca de inversión USA es una parte más de los chiringuitos, solo que con algo más de solera y abolengo, viendo los pocos escrúpulos y el dinero como sea y al precio que sea, solamente tenemos que cambiar a los "telebrokers" por yupies de Manhatan enfundados en carisimos trajes de Armani o Zegna. Creo que está de nuevo de actualidad, por lo que vuelvo a colgar este artí­culo que tanto me gustó en su dí­a, y que ya colgaramos en el antiguo foro. Espero que os guste . :023:

Los hijos bastardos de Gordon Gekko (I)
@Nacho Cardero.- - 17/12/2007(Cotizalia)


  “¡Tí­-ra-te, tí­-ra-te, tí­-ra-te!”, coreaban sus compañeros. Era un ritual casi mí­stico, un mantra tan excitante como los dí­gitos fosforito de los frisos de la bolsa y tan rugoso como un billete de dólar. Cada vez que uno de los vendedores levantaba el puño para indicarle al jefe de sala que estaba a punto de cerrar una operación, el resto aparcaba lo que se traí­a entre manos, se levantaba de sus sillas y se poní­a a dar palmas y a jalear como espectadores de un circo romano: “¡Tí­-ra-te, tí­-ra-te, tí­-ra-te!”. La ví­ctima se encontraba al otro lado del telíéfono y era un inversor poco cauto. Puede que condujera un deportivo hí­brido o que llevara fajos de billetes de quinientos escondidos en el cinto, pero era una presa fácil, susceptible de ser engañado por un habilidoso charlatán de feria. Cerrar el puño significaba, como poco, una transacción de 400.000 euros.

El vendedor estaba subido a la mesa y gritaba al cliente que era una operación que no podí­a dejar escapar, una que jamás le iban a ofrecer en su gestora o sociedad de valores, pero ellos sí­ porque ellos tení­an mejor información que nadie, y eso iba a hacer que su dinero se multiplicara a la velocidad del sonido. El cliente querí­a interrumpirle, pero no podí­a. Querí­a decirle que ya le habí­a hecho perder la mitad de sus ahorros y que estaba escarmentado, pero el vendedor le hablaba con tal convicción, tan aceleradamente, que íél se limitaba a escuchar emocionado en un estado de priapismo casi adolescente. Empezaba a verlo todo en champagne y oropeles. Era la díécima llamada que recibí­a en la última semana. Le habí­an adulado, le habí­an presionado, le habí­an contado intimidades que ni siquiera íél desvelarí­a a sus amigos. Ahora estaba a punto de caer.

“¡Tí­-ra-te, tí­-ra-te!”. Los compañeros de sala se colocaban formando dos filas paralelas, mientras el vendedor se moví­a nervioso de un lado a otro de la mesa pisando papeles, agendas y marcos vací­os. Acababa de cumplir los veinticinco, tení­a melena alborotada, traje de marca a medio planchar y un reloj Tag Heur Mercedes Benz. Los compañeros se agarraron los brazos unos a otros hasta conformar un muñido colchón humano. “¡Tí­-ra-te, tí­-ra-te, tí­-ra-te!”. El comercial hablaba muy rápido, como si estuviera retransmitiendo una carrera de galgos, o mejor aún, como si fuera un galgo.

La perorata (“estas acciones suben más de un 10% en dos semanas”) y la lluvia de escupitajos no cesaron hasta que escuchó ding-dong en sus oí­dos. Entonces el vendedor tranquilizó el gesto, cerró con fuerza los párpados, apretó la mandí­bula y, sin soltar el celular, se tiró desde la mesa dejando caer sus setenta kilos de capitalismo joven y embrutecido sobre los brazos de sus compañeros. Habí­a cerrado la operación.

Esta imagen es real y explica la forma en la que trabajan esos chiringuitos financieros que, escondiíéndose en el ambiguo manto de la asesorí­a, operan en las bolsas sin tener permiso para ello. Campan a sus anchas en el mercado nacional y aparecen y desaparecen a conveniencia, según van notando en el cogote el aliento de los organismos reguladores y la justicia. Cuando ven que los tienen cerca, se mudan a unas oficinas próximas, a veces hasta en el mismo edificio, se cambian de nombre y suman un par de números más al telíéfono de la centralita para dar el pego.

La mayorí­a de los responsables y trabajadores de estas compañí­as proceden de Golden Broker (Aurea Inversiones). Esta sociedad, con un nombre que parece una mezcla de pelí­cula de James Bond y puticlub de carretera comarcal, fue el mayor chiringuito financiero que haya existido jamás en España. Se constituyó a finales de 2005 y el tamaño que alcanzó fue tal que en poco tiempo despertó las suspicacias de los organismos reguladores y de la gran banca privada, a la que en muchos casos ganaba en facturación y márgenes. El 31 de julio de 2006, la CNMV decidió cerrar la red societaria de la que pendí­a Golden Broker. A los pocos meses, responsables y trabajadores de este chiringuito, advertidos del chollo que suponí­a un negocio de estas caracterí­sticas, se embarcaron en la aventura de montar el suyo propio. La Justicia no parecí­a asustarles.

-Ahora debe de haber siete u ocho en Madrid –dice un antiguo empleado de Golden Broker-. Los chiringuitos siempre existirán. Nosotros ingresábamos millones y millones de euros todos los meses. Dime quíé empresa conoces que ingrese tanto dinero.

-Pero no son legales.

-Legal es legal desde el punto de vista en que se firma un contrato con el cliente.

-Explí­cate.

-Cobrábamos una comisión desproporcionada por cada operación que realizábamos, pero el cliente lo firmaba, así­ que era legal. Moralmente es otra cosa, porque nosotros sabí­amos que nos í­bamos a quedar con su dinero y que, en tres o cuatro meses, el cliente iba a quedar arruinado. Mi trabajo estaba muy bien pagado pero no compensaba. Yo no podí­a dormir por las noches.

A sus empleados los fichan reciíén salidos de la facultad, con veintitríés o veinticuatro años, aunque los prefieren sin estudios. No quieren lumbreras de matrí­cula de honor. Sólo quieren chavales que hagan pocas preguntas y a los que les guste mucho la pasta. Cuando firman el contrato de trabajo, la dirección les obliga a ver una pelí­cula, El Informador (Boiler Room), que viene a ser algo así­ como las Sagradas Escrituras del sector. Su argumento trata sobre una firma de bolsa, JT Merlin, trasunto del prestigioso banco de inversión JP Morgan, una compañí­a que tiene como cabezas visibles a un jefe conocido como el ‘rey de las ventas’ y a un implacable ejecutivo, interpretado por Ben Affleck, que se encarga de la formación de los reciíén llegados: “La pregunta no es si os vais a hacer millonarios, sino cuántos millones de dólares vais a ganar”. Les enseña a vender acciones de empresas fantasma, a coger el telíéfono igual que si fueran a meter una canasta de tres en el Madison Square Garden, a gritar al cliente, y adularle, y humillarle, y hacerle saber que todo el mundo se está forrando menos íél (“Tí­-ra-te, tí­-ra-te, tí­-ra-te”).

En El Informador, todos los personajes se saben de memoria los diálogos de la pelí­cula Wall Street, en especial los de Gordon Gekko, ese yuppie de tirantes, genial y engreí­do, que tiene contratado a Dios como corredor de bolsa, al que le gustan los coches grandes y las mujeres rubias, fuma cigarros cubanos y vive en una mansión blanquinegra que hubiera firmado el mismí­simo Richard Meier. El papel está interpretado por Michael Douglas y por íél le dieron un Oscar. “Juego a la bolsa desde el 69. La mayorí­a de esos economistas de Harvard no sirven para nada, hace falta un tí­o listo y hambriento, y sin sentimientos. Unas veces pierdes, otras ganas, pero sigues luchando y, si quieres un amigo, te compras un perro”, decí­a Gekko. En El Informador todos quieren ser como Gordon Gekko. Los chavales que trabajaban en Golden Broker, tambiíén.

¿Cómo recomprarle tu alma al diablo?

En estos chiringuitos financieros, se cobra una media de seis mil euros netos al mes. Allí­ todo es en ‘neto’ porque a nadie le gusta hablar en ‘bruto’. Eso es de pobres. Sólo tienen veintitríés años y se pueden permitir caprichos que sus padres jamás hubieran soñado. Son charlatanes, los mejores vendedores que se puedan ver hoy dí­a. Los educan para ello. Son capaces de vender su alma al diablo por un precio y despuíés recomprársela por la mitad. Saben de bolsa lo justo, no son brokers, ni analistas financieros. Sólo son comerciales.

“Le dirán que la oferta es exclusiva y se limita a un selecto número de personas, entre ellos usted. Tambiíén intentarán hacerle creer que le están ofreciendo información privilegiada. Todo falso. Sólo pretenden que se decida rápidamente, sin tiempo para pensárselo o pedir consejo”, advertí­a la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) sobre los chiringuitos financieros en un informe de 2007. Para la OCU, se trata de un tocomocho de cuello blanco, donde unos individuos con mono por el dinero y el lujo emplean sus artes para ‘engañar’ a inversores de rentas altas, personas que, en teorí­a experimentadas en la materia, aparcan el raciocinio y dejan paso a un primitivo homo ludens cuando se les empieza a hablar de pelotazos millonarios.

“A uno de los socios de la OCU le propusieron invertir 4.500 euros en warrants de Nokia, operación con la que, según la compañí­a, obtendrí­a una revalorización de un 30%. A cambio de este asesoramiento, el cliente tuvo que pagar, cuando firmó el contrato, una comisión nada más y nada menos que de… ¡1.500 euros! Al llegar esos warrants a vencimiento, el socio ha perdido todo lo invertido. Pero eso no es todo. Cuando su puso en contacto con la entidad, a íésta sólo se le ocurrió recomendarle que para recuperar su dinero volviese a invertir, esta vez en divisas y pagando nuevas comisiones, algo a lo que nuestro amigo se negó”, relataba la OCU en su informe.
« Última modificación: Septiembre 21, 2008, 05:28:41 pm por Orpheo »


En individuos, la locura es rara; en grupos, partidos, naciones y épocas, es la regla", Nietzsche.