Muertes enigmáticas, estigmas inesperados, accidentes inexplicables y sufrimientos sin límites para los que profanaron las tumbas de los reyes egipcios.Un total de 35 personas vinculadas a una momia murieron extrañamente. Una tarde de 1929, el honorable Richard Bethell entró al exclusivo Club Mayfair, de Londres.
Con aire melancólico caminó hasta su sillón preferido en la sala de lectura y se puso a leer un diario. Lo encontraron muerto media hora más tarde. Los míédicos no pudieron explicar la causa real de su deceso.
Pocas semanas despuíés, su padre, Lord Westbury, se arrojaba desde una ventana de su departamento, muriendo instantáneamente. Dejó una curiosa nota que Scotland Yard jamás pudo descifrar: "No puedo soportar más tantos horrores". A la mañana siguiente, la carroza fúnebre que transportaba su cuerpo al cementerio atropelló y dio muerte a un niño.
Por esos mismos días, la norteamericana Evelyn Greely, de cuarenta años, profesora de Historia de la Universidad de Chicago, se ahogaba en las frías aguas del lago Michigan. Nunca se supo si había sido un suicidio o un accidente.
Aparentemente, esta sucesión de desgracias inexplicables, ocurridas casi simultáneamente en distintos lugares, no guardaban conexión entre sí. Sin embargo, a poco de hurgar en la historia personal de cada una de las víctimas, se llegó a una estremecedora conclusión: Todas ellas habían estado ligadas, directa o indirectamente, al descubrimiento de la tumba de Tutankhamón.
En efecto, Richard Bethell era secretario privado del arqueólogo que descubrió la momia del faraón. El padre de Bethell, lord Westbury, padecía alucinaciones tras haber escuchado los relatos de su hijo sobre la tumba de Tutankhamón. El niño de ocho años atropellado por la carroza fúnebre era sobrino de Alexander Scott, un funcionario del Museo Británico que trabajó en el reconocimiento de la momia del faraón. En cuanto a la profesora Greely, acababa de regresar de un viaje de estudios a Egipto, durante el cual había visitado el sepulcro de Tutankhamón.
Todos ellos murieron en el año 1929. Pero las desgracias venían de mucho antes, y continuaron durante díécadas, abonando una leyenda trágica, una suerte de profecía del horror que tuvo sus epígonos y sus detractores, y que cobró un total de 35 víctimas. ¿Coincidencias? ¿Supercherías? ¿lnsondables designios divinos? ¿Acción de antiquísimos venenos?. Mil y una hipótesis fueron arriesgadas para explicar tantas muertes misteriosas. Hasta se llegó a hablar, en fecha más reciente, de extraños poderes radiactivos por parte de los antiguos sacerdotes egipcios, que íéstos empleaban para proteger a las momias de sus eventuales profanadores.
Lo cierto es que aún hoy, la "Maldición de la Momia" sigue despertando políémicas, movilizando investigaciones, alimentando la imaginación de legos y profanos. No por nada, la notoriedad de Tutankhamón está en proporción inversa a la importancia de su reinado, uno de los más breves e inocuos de la historia egipcia. Reinó poco (entre 1362 y 1353 antes de Cristo) y murió joven, a los 18 años. La verdadera historia de Tutankhamón es, en definitiva, la de su momia. Y de su maldición.
Todo comenzó, en realidad, con la llegada de un canario. En el otoño de 1922, Howard Carter, dibujante inglíés de 48 años, arqueólogo autodidacto y funcionario del Museo de El Cairo, regresaba. A Egipto en un barco procedente de MarseIla. Al desembarcar en Alejandría, entre su equipaje se destacaba una jaula con un canario intensamente dorado, que llamó mucho la atención: estas aves escasean en suelo egipcio, donde son consideradas exóticas. Tan pronto Carter instaló la jaula en el, patio de su casa, en Luxor, los pobladores vecinos, maravillados, no tardaron en asignarle al canario poderes benefactores. Lo honraron con el apodo de “Pájaro de la buena suerte" y, en verdad, muy pronto un hecho afortunado apuntaló esa creencia. El 4 de noviembre de 1922, al atardecer, Carter descubría el tan ansiado acceso a la tumba de Tutankhamón, empresa a la que estaba dedicado con fervor desde 1907. Quedaban atrás 16 años de ingentes esfuerzos, estíériles excavaciones, sordas políémicas, constantes sinsabores. El íéxito, por fin, había coronado tanta penuria. ¿El canario le había traído suerte?.