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Autor Tema: Esa mal llamada ciencia-ficción  (Leído 909 veces)

Scientia

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Esa mal llamada ciencia-ficción
« en: Mayo 11, 2009, 08:36:23 pm »
La ciencia-ficción siempre ha sido considerada, incluso hoy en dí­a por extraño que parezca, como un gíénero de fantasí­a seudo cientí­fica. Empezó con Mary Shelley y su Frankenstein, cuando ella concretó los traumas que arrastraba desde la infancia en un monstruo destinado más a infundir piedad que temor, aunque, como siempre, las cosas se entendieran al revíés. Aparte de su barniz literario, el monstruo se anticipaba en el tiempo a la creación de una vida humana —extensible a cualquier otro tipo de vida—, toscamente pergeñada debido a que los albores del XIX no eran nuestros tecnificados dí­as, pero muy eficaz respecto a lo que pretendí­a decir, y en su íépoca pasó, sin pena ni gloria, a engrosar las filas de los llamados relatos góticos; nadie podí­a creerse aquello, pero actualmente sí­, ya que la ciencia lo está demostrando aunque los míétodos tíécnicos sean por completo diferentes.

El otro hito de relevancia histórica lo tenemos en Jules Verne, de quien ya se ha hablado lo suficiente en ese sentido, y más modernamente, en toda la generación de escritores habidos entre las postrimerí­as del siglo XIX y principios del XX, verdadera edad de oro de la ciencia-ficción; despuíés pareció tener menos gracia porque los descubrimientos cientí­ficos daban la impresión de anticiparse, y aun servir de mentores, a las creaciones literarias... Sin embargo, ¿sucedió realmente así­?

Nathaniel Hawthorne, sin ser precisamente un escritor de ciencia-ficción, en su cuento La hija de Rappazini, menciona el hecho de que la alimentación puede gestar criaturas alienas a su naturaleza humana, y desde hace un tiempo a esta parte comienza a demostrarse que la alimentación es básica en la estructura de mente y cuerpo: eres lo que comes... Naturalmente no vamos a incurrir en el error de que la fantasí­a del cuento de Hawthorne haya de tomarse al pie de la letra, tal y como íél lo narra, pero la similitud existe.

Muchos escritores de ciencia-ficción han declarado abiertamente, y algunos incluso son cientí­ficos como el eminente astrofí­sico Fred Hoyle, que se han valido de sus novelas para demostrar, burla burlando, las especulaciones aparentemente más disparatadas, pues no es aconsejable que un hombre de ciencia diga según quíé cosas so pena de que le tachen de loco, cuando su clarividencia les adelanta a cualquier tipo de investigación racional —ejemplo lo tenemos en el mismo Fred Hoyle, autor de la teorí­a de que “los cometas eran espermatozoides celestes que fecundaban a los planetas”, teorí­a que, por otra parte, fue objeto de fuertes crí­ticas hasta ser demostrada, quizá porque en opinión de muchos no se puede ser sabio y novelista de ciencia-ficción al mismo tiempo.

Bastante más cercano a nosotros tenemos a Arthur C. Clarke, quien en su 2010, Odisea dos, revela en el prólogo hechos tan increí­bles como que, por ejemplo, cuando se alcanzó la cara oculta de la luna descubrióse un monolito de iguales caracterí­sticas al descrito por íél en su novela 2001, una Odisea del espacio, habiíéndole dado la noticia, estupefacto, su amigo Carl Sagan.

Los ingenuos viajes al espacio exterior del capitán John Carter —Edgar Rice Burroughs y su serie marciana—, que para trasladarse a Marte sale del cuerpo y marcha en espí­ritu, daban más la sensación de pertenecer al cuento infantil que a otra cosa, con sus princesas a quienes salvar y monstruos a quienes derrotar, pero en esta romántica ignorancia latí­a un punto desconcertante, no entonces, sino ahora, cuando algunos cientí­ficos han llegado a especular con que el pensamiento viaja a mayor velocidad que la luz, habiíéndose realizado pruebas experimentales que lo demuestran.

Y, como era lógico, llegamos a Einstein y su teorí­a de la relatividad... Sin embargo, antes de que Einstein escribiera en 1913 su Idea general de la teorí­a de la relatividad y la teorí­a de la gravitación, a la que seguirí­an tres más en 1915, y en 1917, la mucho más comprensible para el lego, Sobre la teorí­a restringida y general de la relatividad, el novelista H. G. Wells, en 1895, habí­a ya publicado con un íéxito arrollador La máquina del tiempo, ¿pudo haberla leí­do Albert Einstein?, ¿pudo haberla leí­do Hermann Weyl, quien en 1918 escribe Espacio, tiempo y materia?

Los escritores visionarios, los escritores profetas —como rebautizarí­an a Jules Verne—, han abundado en el campo de la ciencia-ficción, anticipándose a muchos descubrimientos... entonces y en la actualidad, y cuando no han sido novelistas han sido investigadores “de campo” como el ingeniero aeronáutico inglíés John William Dunne y sus extraordinarias teorí­as sobre el tiempo y el espacio —que de alguna manera entroncan con los postulados de Einstein—, influyendo Dunne de manera significativa en el dramaturgo J. B. Priestley, parte de cuya obra, la de Dunne, divulga el autor de El tiempo y los Conway de una manera muy literaria, y por tanto, fácil de asimilar, lo que de otra manera serí­a ininteligible.

John William Dunne, en quien veo tambiíén la huella de Wells, escribió en 1927 An Experiment with Time, y decí­a que el tiempo era multidimensional y que los acontecimientos existen antes de que ocurran en el sentido convencional y que nosotros avanzamos hacia ellos, igual que podemos avanzar hacia un objeto fí­sico o movernos en torno a íél. En los sueños, creí­a, rompemos con nuestra costumbre humana de ver el pasado, el presente y el futuro como una secuencia que discurre en una sola dirección y podemos sumergirnos en un pozo de conocimientos más profundos.

Por su parte Einstein afirmaba que la distinción entre pasado, presente y futuro es una ilusión, si bien se trata de una ilusión muy persistente. El tiempo, decí­a, cambia con el movimiento de un observador concreto.

Bien, todas estas citas guardan un singular parentesco con las palabras que el protagonista de La máquina del tiempo pronuncia en el primer capí­tulo de la novela, cuando pretende convencer con sus teorí­as a un grupo de amigos.

í‰l menciona al tiempo como una cuarta dimensión: “no existen discrepancias entre el Tiempo y cualquiera de las tres dimensiones del Espacio, excepto el hecho de que nuestra conciencia se mueve a lo largo de ellas”.

Más de lo mismo en la misma novela y en el mismo capí­tulo: “Nuestras existencias intelectuales, que son incorpóreas y que carecen de dimensiones, transitan a lo largo de la dimensión del Tiempo con una rapidez igual, desde la cuna hasta el sepulcro”.

Esta paternidad acerca de los viajes en el tiempo, que le corresponde por derecho propio a H. G. Wells, ha sido fuente de inspiración a la que han recurrido muchos novelistas, con sus variantes, por supuesto, lo que ha venido a enriquecer un tema por demás sugestivo, así­ el propio Asimov en su interesantí­sima novela El fin de la eternidad, nos describe, en un fragmento clave del relato, cómo el protagonista se tropieza con íél mismo en el breve lapso de un tiempo diferente.

Y no olvidemos El jardí­n de medianoche de la británica Philippa Pearce, una verdadera joya entre las novelas de ciencia-ficción, en la cual el viaje en el tiempo es desarrollado con gran maestrí­a y sensibilidad. Novela altamente recomendable y que hace reflexionar profundamente.

Hablar de dimensiones desconocidas y de viajes en el tiempo resulta algo de difí­cil comprensión tanto más cuanto que somos legos en la materia, pero la ciencia pura aún nos puede reservar descubrimientos que tal vez la desconcierten más a ella que a nosotros, avezados lectores de las novelas de ciencia-ficción para quienes no causa sorpresa alguna pensar que, dentro de un agujero negro, el concepto de espacio-tiempo nada tenga que ver con el nuestro, y que incluso en su interior hasta pueda haber mundos ignorados en nada coherentes con la idea que poseemos actualmente del cosmos que nos es tan familiar y del que nada sabemos en realidad.