Por… Rodrigo Botero Montoya
El enfoque tradicional de la visión geopolítica ha estado condicionado por la capacidad militar ofensiva y defensiva de la nación en la eventualidad de un conflicto.
La guerra era un recurso a disposición de los monarcas en la edad premoderna. Si determinados objetivos de expansión territorial no se podían lograr por medio de la negociación diplomática, los príncipes podían acudir al argumento de los cañones. El cambio tecnológico ha erosionado la validez de ese concepto.
La guerra dejó de ser un divertimento aristocrático, limitado a los campos de batalla, para involucrar a la población civil. Habida cuenta de la enorme capacidad destructiva del armamento moderno, un eventual conflicto bélico conlleva costos impredecibles para los participantes, cualquiera que sea el resultado de la guerra. Por conveniencia mutua, la competencia entre las grandes potencias se ha trasladado al ámbito económico.
El historiador Tony Judt hace un magistral análisis de la experiencia europea después de la Segunda Guerra Mundial en Postwar: A History of Europe Since 1945 . Al concluir las hostilidades con la rendición de Alemania y su ocupación militar por los aliados, la Unión Soviética quedó en control de las naciones de Europa del Este y de la parte oriental de Alemania. Su superioridad militar sobre el resto del continente era indiscutible. Se decía que si el Ejército Rojo decidía marchar contra Europa occidental, lo único que requeriría sería botas.
El compromiso norteamericano con la defensa de Europa occidental, formalizado por medio de la OTAN, y la capacidad de disuasión recíproca de adversarios nucleares, mantuvieron al continente europeo dividido, pero en paz. La coexistencia pacífica de dos regímenes políticos y sociales antagónicos permitió restringir la competencia al terreno de los derechos humanos, el progreso económico, y el bienestar social. Esa competencia concluyó en 1989 con la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del imperio soviético.
Una versión de esa competencia se observa en América Latina con el intento de establecer en Venezuela el anacrónico sistema soviético que sobrevive en Cuba como una aberración histórica. Si bien Hugo Chávez concibe el triunfo de la Revolución Bolivariana y su proyección continental en términos militares, la realidad es que la mayor o menor viabilidad de su proyecto estratégico depende de factores económicos y comerciales.
Y el régimen bolivariano ha demostrado carecer de ventajas comparativas en ese terreno. La puesta en práctica del Socialismo del Siglo XXI en Venezuela se traduce en imitar la trayectoria inicial de la Revolución Cubana: proliferación de empresas estatales, hegemonía comunicacional, lucha de clases, hostigamiento a la empresa privada, represión policial.
Tal como ocurrió en Cuba, la hostilidad a la clase media y a la sociedad civil ha provocado la emigración de científicos, profesionales y empresarios.
Al tiempo que ha crecido la participación del sector público en la economía, la capacidad técnica y gerencial del Estado venezolano se ha reducido.
A diferencia de lo que sucede en Cuba, el régimen bolivariano no ha logrado establecer el mismo grado de control social y de desinformación acerca del mundo exterior.
La crisis internacional ha puesto de presente las deficiencias de un manejo gubernamental autoritario, centralizado e incoherente.
La economía venezolana ha demostrado ser menos flexible y más vulnerable a choques externos que la de naciones vecinas.
Después de once años de gobierno revolucionario, el sistema de generación y distribución de electricidad está al borde del colapso.
Un régimen que le ofrece a la población escasez de productos básicos y la inflación más alta de América Latina, está teniendo que competir con naciones donde hay estabilidad de precios y abastecimiento normal de alimentos.
Suerte en su vida y en sus inversiones…