Publicado en Discover Magazine
Traducción de Patricio Chacón Moscatelli.
En sólo unos siglos, la población de Isla de Pascua arrasó con su bosque, llevó a la extinción a sus plantas y animales, y condujo a su compleja sociedad a una espiral de caos y canibalismo.
¿Estamos nosotros a punto de sufrir igual suerte? Entre los misterios más impactantes de la historia humana están los que surgen de las civilizaciones que desaparecieron. Todos los que hemos visto las ruinas de edificios abandonados de los Khmer, los Maya, o los Anasazi nos hacemos de inmediato la misma pregunta: ¿Qué hizo que desaparecieran esas sociedades, que fueron capaces de erigir esas admirables estructuras? Su desaparición nos conmueve como nunca lo hará la desaparición de especies enteras de animales, incluso la de los dinosaurios.
No importa cuan exóticas parezcan esas civilizaciones perdidas, sus forjadores eran tan humanos como nosotros. ¿Quién puede decir que nosotros no sucumbiremos al mismo destino? Quizá algún día los rascacielos de Nueva York estarán enhiestos, abandonados y anormalmente cubiertos de vegetación, como los templos en Angkor Wat y Tikal.
Entre todas las civilizaciones que desaparecieron, la antigua sociedad polinésica de la Isla de Pascua no ha sido sobrepasada en misterio y aislamiento. El misterio proviene sobre todo de las gigantescas estatuas de piedra de la isla y su paisaje empobrecido, pero se refuerza por nuestras asociaciones con las personas específicas involucradas: los Polinesios representan para nosotros lo máximo en el romance exótico, el fondo perfecto de la visión del paraíso para muchos niños, y también para muchos adultos.
Mi propio interés en la Isla de Pascua surgió hace más de 30 años, cuando leí los relatos fabulosos de Thor Heyerdahl de su viaje en la balsa Kon-Tiki. Pero mi interés se ha reavivado recientemente por un informe mucho más excitante, no de viajes heroicos sino de esmeradas investigaciones y análisis.
Mi amigo David Steadman, un paleontólogo, ha estado trabajando con otros varios investigadores que están llevando a cabo las primeras excavaciones sistemáticas en la Isla de Pascua destinadas a identificar los animales y las plantas que una vez vivieron allí. Su trabajo está contribuyendo a una nueva interpretación de la historia de la isla que no sólo la hace un cuento de maravilla sino también de advertencia.
La Isla de Pascua, con una área de sólo 64 millas cuadradas (102,4 km2), es el trozo de tierra habitable más aislado del mundo. Queda en el Océano Pacífico, a más de 2.000 millas [3.800 km] al oeste del continente más cercano (América del Sur), incluso a 1.400 millas [2.660 km] de la isla habitable más cercana (Pitcairn). Su situación subtropical y latitud –a 27 grados sur, está, aproximadamente, tan por debajo del ecuador como Houston está al norte del mismo– le proporciona un clima bastante apacible, mientras sus orígenes volcánicos hacen fecunda su tierra. En teoría, esta combinación de bendiciones debieron haber hecho de Pascua un paraíso en miniatura, lejano de los problemas que asediaron al resto del mundo.
La isla deriva su nombre de su “descubrimiento” por el explorador holandés Jacob Roggeveen, en la Pascua (el 5 de abril) de 1722. La primera impresión de Roggeveen no fue la de un paraíso, sino la de un terreno baldío: “Originalmente, desde una distancia considerable, pensamos que la Isla de Pascua era arenosa; eso fue porque confundimos con arena el pasto marchito, el heno chamuscado y el resto de vegetación quemada, porque su apariencia agostada no podía dar otra impresión que de la de una singular pobreza y esterilidad.”
La isla que Roggeveen vio era un pastizal sin un solo árbol o arbusto que llegara a los diez pies de altura [3 m]. Los botánicos modernos han identificado sólo 47 especies de plantas altas nativas de la Isla de Pascua, la mayoría de ellas pastos, juncos y helechos. La lista incluye simplemente dos especies de árboles pequeños y dos de arbustos leñosos. Con tal flora, los isleños que Roggeveen encontró no tenían ninguna fuente de verdadera leña para calentarse durante los inviernos frescos, húmedos y ventosos de Isla de Pascua.
Sus animales nativos no incluían nada que fuera más grande que insectos, incluso ni una sola especie de murciélago, ni aves terrestres, ni caracoles de tierra, ni lagartos. Como animales domésticos, sólo tenían gallinas. Los visitantes europeos durante el siglo XVIII y comienzos del XIX estimaron la población humana de Pascua en aproximadamente 2,000 personas, un número modesto considerando la fertilidad de la isla. Como reconociera el Capitán James Cook durante su breve visita de 1774, los isleños eran polinesios (un Tahitiano que acompañaba a Cook pudo conversar con ellos). A pesar de la bien merecida fama de excelentes marineros de los polinesios, los pascuenses que salieron a recibir las naves de Roggeveen y Cook lo hicieron nadando o remando en canoas que Roggeveen describió como “malas y frágiles.”
Escribió que sus embarcaciones eran “pequeñas tablas unidas entre sí, cosidas diestramente con hilos de hierba retorcida…. Pero, por falta de conocimientos y particularmente de materiales para calafatear el gran número de junturas de las canoas, se les colaba mucha agua, por lo que gastaban la mitad del tiempo achicando.” Las canoas eran de sólo diez pies largo [3 m], para dos personas a lo sumo, y se observaron sólo tres o cuatro canoas en toda la isla.
Continuará…