Por… Samuel Arango M.
En un reciente viaje a Bogotá, muy temprano en la mañana de lunes, observaba en la sala de espera un grupo humano de singulares características.
Ellos son bien parecidos, masculinos, perfectamente motilados y peinados, de corbata ancha, maletín de cuero ejecutivo, vestido de paño de raya impecable. No se echan loción. Zapatos muy bien lustrados. Leen la prensa, solamente las páginas económicas y tiran con desprecio las deportivas en el asiento vecino. Casi siempre tienen gafas de lectura, (lente pequeño). Las medias son a media pierna y su carrizo es natural y descomplicado. Lo que más caracteriza a esta especie humana es la mirada. Con rapidez analiza a la gente que se encuentra a su alrededor y emite su juicio de valor inmediato: ninguno como él. Su mirada por encima del hombro, al caminar derechos, habla de que ahí va uno de esos ejecutivos jóvenes cuya prepotencia los hace creerse la vaca que más alambrados salta. En su empresa sólo saludan por conveniencia o equivocación. Quienes trabajan con ellos o para ellos son inferiores en la escala de Richter. El hombre, genérico, es un factor en el proceso productivo.
Recuerdo que una vez en el colegio, el rector me llamó a su oficina. Mientras yo lo esperaba en la salita, la secretaria observó mis nervios evidentes y me dio uno de los consejos más importantes que he recibido en la vida: Me preguntó:
-¿Tiene mucho miedo?
-Sí, le contesté tembloroso.
-No es para tanto, el rector es un ser humano como usted, no tiene por qué temerle. Para que se le quite, cuando entre, imagíneselo en calzoncillos.
Eso hice, cuando entré vi al gordito rector en calzoncillos de tarro, o bóxer blancos de bolas negras, como de dálmata. No pude contener una sonrisa. El miedo se había quedado en la sala de espera.
Cuando veo personas tan impotables y ombligo de mundo, recuerdo estas estadísticas que nos ponen en nuestro sitio.
Si pudiéramos reducir la Tierra a una pequeña aldea de exactamente 100 habitantes, manteniendo las proporciones existentes en la actualidad, sería algo como esto:
Habría 57 asiáticos, 21 europeos, 14 personas de América (tanto norte como sur) y 8 africanos.
52 serían mujeres.
48 hombres.
70 no serían blancos.
30 serían blancos.
70 no cristianos.
30 cristianos.
89 heterosexuales.
11 homosexuales.
6 personas poseerían el 59% de la riqueza de toda la aldea y los 6 (sí, 6 de 6) serían norteamericanos.
De las 100 personas, 80 vivirían en condiciones infrahumanas.
70 serían incapaces de leer.
50 sufrirían de desnutrición.
1 persona estaría a punto de morir.
1 bebé estaría a punto de nacer.
Sólo 1 (sí, sólo 1) tendría educación universitaria.
En esta aldea habría 1 persona con computadora.
Al analizar nuestro mundo desde esta perspectiva tan comprimida es cuando se hace más aparente la necesidad de aceptación, entendimiento, tolerancia y educación.
Los nuevos ejecutivos de la sala llevaban calzoncillos de rayas, uno tenía la punta de la media derecha rota, otro sufría de hemorroides, y todos estaban muy preocupados porque de pronto perdían el puesto en la oficina porque están compitiendo con colegas más capaces que ellos. Y menos creídos.
Suerte en sus inversiones…