Aportación de nuestro colaborador Vidivi.
Nadie, ya lo sabemos, estaba preparado para afrontar una crisis económica que tiene el potencial de ser una de las peores de la historia y que acaba de tocar su tercer año triunfal (empezó a mitad de 2007). ¿No puede ocurrir que del mismo modo que se subestimó su severidad financiera en el origen, se infravaloren ahora los efectos políticos y sociales que puede incorporar en el futuro? La historia muestra que las grandes depresiones económicas han dado paso primero al proteccionismo, después al nacionalismo y posteriormente a los enfrentamientos, muchas veces violentos.
La historia muestra que las grandes depresiones han acabado muchas veces en enfrentamientos violentos Empresas y ciudadanos se vuelven más conservadores y defienden sus posiciones. Es la ‘economía del miedo’.
Los organismos multilaterales y los servicios de estudios privados rebajan de modo continuo y unánime las previsiones de crecimiento, que aún no han tocado fondo. Como consecuencia decae el consumo, la inversión, el empleo, se reduce el comercio y la inversión extranjera y disminuyen los movimientos de personas (el turismo). Empresas y ciudadanos devienen más conservadores y defienden sus posiciones. Es la economía del miedo.
Tras la Gran Depresión de los años treinta llegó la II Guerra Mundial; en esa década, los nacionalismos estimularon las políticas de empobrecer al vecino, mediante aranceles, contingentes, impuestos y fronteras. Algunas de las prácticas actuales empiezan a recordar aquella política defensiva: los bancos menos contaminados avisan de que la capitalización pública a los más débiles reduce las reglas de la competencia; los productores de algunos países critican las políticas de estímulo aplicadas en otros porque les dejan sin margen; los apoyos a la industria del automóvil de Detroit son aplaudidos en EE.UU., pero no convencen a sus competidores, fundamentalmente a los japoneses; China acentúa la devaluación del yuan para incrementar sus exportaciones en una coyuntura en la que su crecimiento ha dejado de ser tan dinámico como antes, y que puede dar al traste con su modelo de comunismo de mercado; Rusia y Ucrania discuten por el transporte del gas a Europa; etcétera.
Ante ello, hay analistas que demandan que una de las primeras actitudes de Obama, el único que parece tener la suficiente legitimidad para tirar del carro, sea reunir con urgencia al G-20, sin esperar al mes de marzo, y cerrar en su seno la ronda de Doha sobre el comercio internacional, para frenar esas peligrosísimas tendencias proteccionistas. Otra de las misiones de ese G-20 sería coordinar nuevos paquetes de estímulo para la economía planetaria. Hasta ahora, cada país o cada zona (EE.UU., la Unión Europea, China, India, Japón…) ha tomado medidas más o menos en la misma dirección y, sin embargo, la economía planetaria todavía no ha reaccionado y reiniciado la senda del crecimiento. O porque los estímulos han estado poco coordinados, o porque han sido insuficientes. En julio de 1940, en pleno new deal, cuando la expansión de la demanda a través del Estado había tenido consecuencias tangibles en la economía americana pero el desempleo todavía no había bajado de dos dígitos, Keynes escribe un texto (EE.UU. y el plan Keynes) en el que dice que a pesar de la multiplicación del gasto público y de los esfuerzos por subir los precios y los salarios para sacar al país de la deflación, Roosevelt todavía no había hecho lo suficiente: “Parece imposible políticamente, en una democracia capitalista, organizar el gasto público a una escala lo suficientemente grande como para llevar a cabo un gran experimento que probaría lo correcto de mis argumentos, como no sea en las condiciones creadas por una guerra”. Nueve meses después, EE.UU. entraba en la II Guerra Mundial.
El debate entre los economistas es, hoy, el volumen del esfuerzo que se requiere en materia de gasto y de impuestos para que la economía mundial no se hunda. No es que hayan olvidado los efectos perversos que el mismo puede tener en materia de déficit, endeudamiento e inflación para el futuro, o la marcha atrás en la pedagogía de tantos años sobre la necesidad de equilibrios macroeconómicos a largo plazo, sino si los males que ello puede generar son menores que la inacción y la depresión. Sus consecuencias económicas, sociales y políticas no son “graznidos o cantos de una Casandra que nunca pudo influir en el curso de los acontecimientos a lo largo del tiempo”, como escribió el economista inglés más influyente de todos los tiempos.