Por… Eduardo Gomien
Nada es más fácil hoy que hablar contra el mercado y las empresas; si lo hace, con seguridad sacará aplausos. Si además de eso, se queja por la “distribución de la riqueza” será aclamado como héroe.
Influenciados por el elocuente y demagogo discurso estatista, la necesidad de distribuir la riqueza se ha vuelto un tópico popular. Aferrándose a las estadísticas que sitúan a Chile como un país con alta desigualdad de ingresos, muchos han caído en el engaño de creer que existe una solución mágica y rápida. Piensan que sería suficiente con redistribuir para traer desarrollo. Bastaría entregar derechos universales, que asegurasen a cada uno no solo el pan de cada día sino también buenos colegios, universidades, hospitales, pensiones, etc. En palabras del intelectual Frederic Bastiat, queremos transformar el Estado en “una ficción a través de la cual unos vivan a expensas de otros”.
Solemos tomar como referentes a los países nórdicos. Pero nadie dice, por ejemplo, que Suecia, antes de crear el mayor Estado Benefactor que la historia conozca, tuvo un período entre 1864 y 1932 con una de las industrias y comercio más pujantes del mundo, lo que los puso a la vanguardia de las naciones ricas y le permitió a su pueblo un sustantivo mejoramiento de sus condiciones de vida.
Nadie menciona tampoco, que el modelo estatista, que iniciaron en los años 30, y financiaron con la riqueza producida bajo el capitalismo de las décadas anteriores, llegó a su fin a principios de los 90. Tras décadas de enorme expansión tanto tributaria, como del sector público y de promesas de beneficios sociales, Suecia llegó a un proceso de lento y problemático crecimiento económico, perdiendo terreno frente a otras naciones industrializadas. En 1990 este frágil equilibrio terminó con una aguda crisis que los llevó a cambiar de paradigma, buscando nuevamente el camino del crecimiento.
Llegado nuestro país a un cierto nivel de riqueza, pero aún a medio camino del desarrollo, algunos exigen tomar esta vía. Y de buenas a primeras parece correcto; a cualquiera le resultan atractivas las promesas de bienestar para todos. Pero eso no se logra redistribuyendo, sino creciendo. El real progreso surge del trabajo, la energía y la superabundancia creativa de los hombres cuya habilidad produce más de lo que su consumo personal demanda. En una sociedad donde esos hombres tienen libertad, el progreso encuentra camino con notable facilidad.
Nos gusta creernos los ingleses de América, pero nos sobra con llegar a medio camino. ¡Basta de crecimiento, queremos distribución!, pareciera ser la consigna. Una especie de ingleses, pero “con empanadas y vino tinto”, siempre a medias. Y ya hemos dado pasos en esta errada dirección: en Chile el gasto público se ha triplicado en los últimos 10 años. Pero, pregúntese si su nivel de vida también se ha triplicado, y descubrirá que la respuesta no está en el Estado.
Como sostuviera acertadamente Milton Friedman, “los grandes adelantos de la civilización, tanto en arquitectura como en pintura, en ciencia como en literatura, en industria como en agricultura, nunca han salido del gobierno centralizado”. Y es gracias a estos adelantos, que el ciudadano promedio de hoy goza de un mejor estándar de vida que el de un rey hace 200 años. Así es como Chile redujo la pobreza desde cerca del 45% a un 13% en solo un par de décadas, y seguimos avanzando.
En el proceso, quienes se han atrevido a emprender se han hecho ricos, contribuyendo a la desigualdad. Pero al mismo tiempo han revolucionado la calidad de vida de sus pares. Por lo tanto, no debemos poner el énfasis en cómo repartir, sino en cómo crear más y cómo lograr que más personas sean las creadoras.
Suerte en su vida y en sus inversiones…