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Scientia:
 

  Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez alguna coincidencia. Los matemáticos las justifican como acontecimientos debidos meramente a la casualidad, pero hay quienes les atribuyen unas razones más profundas.
     
     
 
En la noche del 28 de Julio de 1900, el rey Humberto I de Italia cenaba con su ayudante en un restaurante de la localidad de Monza, donde debí­a presenciar un concurso de atletismo al dí­a siguiente. Con gran sorpresa observó que el propietario del establecimiento era idíéntico a íél. Por curiosidad, entabló conversación con íél, y fue descubriendo que existí­an entre ellos otras semejanzas.

El dueño tambiíén se llamaba Humberto; al igual que el rey, habí­a nacido en Turí­n, y en el mismo dí­a; y se habí­a casado con una chica llamada Margherita el mismo dí­a en que el rey se casó con su esposa, la reina Margherita. Y habí­a inaugurado el restaurante el dí­a en que Humberto I fue coronado rey de Italia.

El rey quedó fascinado e invitó a su doble a que asistiera al concurso de atletismo con íél. Pero al dí­a siguiente, ya en el estadio, el ayudante del rey le informó que el dueño del restaurante habí­a muerto aquella mañana despuíés de que le hubieran disparado misteriosamente. Y mientras el rey expresaba su pesar, un anarquista que surgió de entre la multitud disparó contra íél y le mató.

Otra extraña coincidencia conectada con una muerte ocurrió mucho más recientemente. El domingo 6 de agosto de 1978, el pequeño despertador que el papa Pablo VI habí­a comprado en 1923 -y que durante 55 años le habí­a despertado a las seis cada mañana- sonó repentinamente, y de un modo estridente. Pero no eran las seis; eran las 9:40 de la noche y, de forma inexplicable, el reloj empezó a sonar cuando el papa yací­a moribundo. Más tarde, el padre Romeo Panciroli, portavoz del Vaticano, comentarí­a: «Fue de lo más extraño. Al papa le gustaba mucho el reloj. Lo compró en Polonia y lo llevaba siempre consigo en sus viajes.»

Cada uno de nosotros ha experimentado una coincidencia -aunque sea trivial- alguna vez. Pero algunos de los casos más extremos parecen desafiar toda lógica y resulta imposible atribuirlos a la mera suerte.

 

 

Scientia:

 
No es, pues, sorprendente que la «teorí­a de la coincidencia» haya entusiasmado a cientí­ficos, filósofos y matemáticos durante más de 2.000 años. Hay un tema que aparece en todas sus teorí­as y especulaciones: ¿quíé son las coincidencias? ¿Contiene un mensaje escondido dirigido a nosotros? ¿Quíé fuerza desconocida representan? Sólo en nuestro siglo se han sugerido algunas respuestas verosí­miles, pero son respuestas que chocan con las propias raí­ces de la ciencia. Ello hace que nos preguntemos: ¿existen poderes en el Universo de los que no tenemos todaví­a un conocimiento preciso?

Los primeros cosmólogos creí­an que el mundo se mantení­a unido por una especie de principio de totalidad. Hipócrates, conocido como el padre de la medicina, que vivió aproximadamente entre 460 y 375 a.C., creí­a que el Universo estaba unido por unas «afinidades ocultas», y escribió: «Hay un movimiento común, una respiración común, todas las cosas están en solidaridad las unas con las otras.» Según esta teorí­a, la coincidencia se darí­a cuando dos elementos «solidarios» o «afines» se buscan el uno al otro.

El filósofo renacentista Pico della Mirandola escribió en 1557: «En primer lugar, hay una unidad en las cosas por la cual cada cosa forma un conjunto consigo misma. En segundo lugar, existe la unidad por la cual una criatura está unida a las otras y todas las partes del Universo constituyen un mundo.»

Esta creencia ha perdurado, de una forma apenas alterada, en tiempos mucho más modernos. El filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860) definió la coincidencia como «la aparición simultánea de acontecimientos causalmente desconectados. » Sugirió que los acontecimientos simultáneos iban en lí­neas paralelas, y que el mismo acontecimiento, aunque representa un eslabón de cadenas totalmente diferentes, se da sin embargo en ambas, de forma que el destino de un individuo se ajusta invariablemente al destino de otro, y cada uno es el protagonista de su propio drama mientras que simultáneamente está figurando en un drama ajeno a íél. Esto es algo que sobrepasa nuestros poderes de comprensión y sólo puede concebirse como posible en virtud de la maravillosa armoní­a preestablecida. Todos debemos participar en ella. Por tanto, todo está interrelacionado y mutuamente armonizado.

Scientia:
Investigando El Futuro
La idea de un «inconsciente colectivo» -almacíén secreto de recuerdos a travíés de los cuales las mentes puedan comunicarse- ha sido debatida por varios pensadores. Una de las teorí­as más extremistas para explicar la coincidencia fue presentada por el matemático británico Adrian Dobbs en los años sesenta. Inventó la palabra «psitrón» para describir una fuerza desconocida que registraba, como el radar, una segunda dimensión temporal que era más bien probabilí­stica que determinista. El psitrón absorbí­a probabilidades futuras y las transmití­a al presente desviándose de los sentidos humanos corrientes y transmitiendo de alguna forma la información directamente al cerebro.



 
La primera persona que estudió las leyes de la coincidencia cientí­ficamente fue el doctor Paul Kammerer, director del Instituto de Biologí­a Experimental de Viena. Desde que tení­a veinte años, empezó a escribir un «diario» de coincidencias. Muchas eran triviales: nombres de personas que surgí­an inesperadamente en conversaciones separadas, tickets para el concierto y el guardarropí­a con el mismo número, una frase de un libro que se repetí­a en la vida real. Durante horas, Kammerer permanecí­a sentado en los bancos de los parques tomando nota de la gente que pasaba, anotando su sexo, edad, vestido, y si llevaban bastones o paraguas. Despuíés de haber considerado detalles tales como la hora punta, el tiempo y la íépoca del año, descubrió que los resultados se clasificaban en «grupos de números» muy similares a los que usan los estadí­sticos, los jugadores, las compañí­as de seguros y los organizadores de encuestas.

Kammerer llamó a este fenómeno «serialidad», y en 1919 publicó sus conclusiones en un libro titulado Das Gesetz der Serie (La ley de la serialidad). Afirmaba que las coincidencias iban en serie -es decir, «se producí­a una repetición o agrupación en el tiempo o en el espacio por la cual los números individuales en la secuencia no estaban conectados por la misma causa activa.»

Kammerer sugirió que la coincidencia era meramente la punta de un iceberg dentro de un principio cósmico más grande, que la humanidad todaví­a apenas reconoce.

Al igual que la gravedad, es un misterio; pero a diferencia de ella, actúa selectivamente para hacer coincidir en el espacio y en el tiempo cosas que poseen alguna afinidad. «Así­ pues -concluyó-, al final tenemos la imagen de un mundo-mosaico o de un caleidoscopio cósmico que, a pesar de los constantes movimientos y nuevas disposiciones, tambiíén se preocupa por hacer coincidir cosas iguales.»



 
El gran salto hacia adelante tuvo lugar 50 años más tarde, cuando dos de las mentes más brillantes de Europa colaboraron para producir el libro más completo acerca de los poderes de la coincidencia, un libro que iba a dar lugar a controversia y a ataques por parte de teóricos rivales.

Los dos hombres eran Wolfgang Pauli -cuyo principio de exclusión, ideado de una forma muy atrevida, le mereció el premio Nobel de fí­sica- y el psicólogo-filósofo suizo profesor Carl Gustav Jung. Su tratado llevaba el poco original tí­tulo de Sincronicidad, un principio de conexión no causal. Descrito por un crí­tico americano como «el equivalente paranormal de una explosión nuclear» , utilizaba el tíérmino «sincronicidad» para ampliar la teorí­a de la serie de Kammerer.

Scientia:

 
Según Pauli, las coincidencias eran «las huellas visibles de principios desconocidos». Las coincidencias, explicó Jung, tanto si se dan aisladas como si aparecen en serie, son manifestaciones de un principio universal apenas conocido que opera con bastante independencia respecto de las leyes fí­sicas. Los que han interpretado la teorí­a de Pauli y Jung han concluido que la telepatí­a, la precognición y las mismas coincidencias son todas manifestaciones de una única fuerza misteriosa que opera en el Universo y que está tratando de imponer su propia disciplina sobre la total confusión que rige la vida humana.

De todos los pensadores contemporáneos, nadie ha tratado más extensamente la teorí­a de la coincidencia que Arthur Koestler, quien resume este fenómeno con la expresiva frase «chistes del destino» .

Un «chiste» particularmente sorprendente le fue relatado a Koestler por un estudiante inglíés de doce años llamado Nigel Parker: Hace muchos años, el autor de historias de terror norteamericano, Edgar Allan Poe, escribió un libro titulado El relato de Arthur Gordon Pym. En íél, el señor Pym viajaba en un barco que naufragó. Los cuatro supervivientes pasaban muchos dí­as en un bote antes de decidirse a matar y comerse al grumete, cuyo nombre era Richard Parker.

Unos años despuíés, en el verano de 1884, el primo de mi bisabuelo era grumete de la yola Mignonette cuando íésta se hundió, y los cuatro supervivientes navegaron a la deriva en un bote durante muchos dí­as. Finalmente, los tres miembros mayores de la tripulación mataron y se comieron al grumete. Su nombre era Richard Parker.

Tales incidentes, extraños y aparentemente significativos, abundan. ¿Quíé explicación puede haber para ellos, a no ser la mera coincidencia?.

Scientia:

 
Las coincidencias más sorprendentes a menudo afectan a objetos o acciones bastante corrientes, como la extraña experiencia relatada por un periodista de Chicago, Irv Kupcinet:

«Acababa de llegar al hotel Savoy de Londres. Al abrir un cajón de mi habitación descubrí­, para mi mayor sorpresa, que contení­a algunas cosas personales pertenecientes a un amigo mí­o, Harry Hannin, que viajaba con el equipo de baloncesto de los Harlem Globetrotters.

Dos dí­as despuíés recibí­ una carta de Harry, enviada desde el hotel Meurice, en Parí­s, que empezaba así­: «No te lo vas a creer...» Según parece, Harry habí­a abierto un cajón de su habitación y habí­a encontrado una corbata con mi nombre. Era un habitación en la cual yo habí­a estado unos meses atrás.

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