LA AVENTURA DE LA BUSQUEDA
Días antes le había preguntado a Masao —uno de los iniciados de la isla— por el significado del nombre ‘Salapwuk’: «Allí hay una roca. Cuando la veas, sabrás por quíé se llama Salapwuk», me contestó escuetamente, para advertirme a renglón seguido: «Si logras subir con los contactos adecuados a las montañas, los celadores del lugar te mostrarán algo si creen que eres merecedor de ello; pero jamás te permitirán acceder a las cosas secretas que allí hay.» Pronto tendría que darle la razón.
Tras el largo ascenso hacia las cabañas de Pernis Washndon —el celador visible (que no máximo) de los selváticos montes de Kiti— la primera condición que íéste me impuso fue el mutuo silencio sobre lo que allí hablaríamos, compromiso que por supuesto no voy a romper, por lo cual solamente reflejaríé aquí parte de aquello que no atañe al mismo. Despuíés de lo cual comprobaría que los distintos vigías de la jungla montañosa estaban informados de nuestra presencia. Entrada ya la noche, acudieron una serie de hombres, con alguno de los cuales nos habíamos cruzado ya en nuestro camino de ascenso. Pero otros acudieron de zonas aún más altas. En un momento nos vimos acosados por primero tres, e inmediatamente dos más, en total cinco de aquellos guardianes de Salapwuk que, machete en mano y a dos palmos de nosotros —que estábamos hombro con hombro intentando captar aquella situación —imponían la prudencia por encima de cualquier otra reacción. Tuvimos el segundo justo para confirmarnos mutuamente que aquello se salía de lo normal y podía derivar en algo feo si dábamos un paso en falso, cuando comenzaron a someterme alternativamente los cinco a un severo interrogatorio acerca del motivo autíéntico de nuestra presencia en Salapwuk. Sólo al cabo de un buen rato de esfuerzos por no perder parte del terreno tan pacientemente ganado, logríé restarle gravedad a la tensión que evidentemente se había creado.
Miquel y yo nos turnamos para dormir aquella noche tan fascinantemente intrigante como incómoda y al día siguiente nos internamos desarmados en las espesuras de la parte superior de Salapwuk, guiados por lugareños armados, circunstancia que nos impidió adoptar una postura de fuerza cuando se repitió un grave episodio de tensión entre ellos y nosotros. “Un comentario más y os pueden matar aquí mismoâ€, nos avisó la bonita Carmelida, que nos hacía de intíérprete y que la víspera, advertida por Pernis Washndon de que guardara silencio sobre el contenido de nuestra converaación, comentó: «Si estuviera loca, hablaría.»
Los guardianes cumplieron perfectamente su cometido, puesto que regresamos despuíés de un día de caminata a pie descalzo por la jungla, sin haber visto el enclave que yo buscaba. El lugar en el que, en íépocas pasadas, cuando se producía alguna sequía anómala, los chamanes invocaban la llegada de la lluvia, que no tardaba en presentarse, despuíés de haber clavado el sacerdote una vara en una abertura del terreno. Era exactamente la historia que ocho años antes me había contado el superior del santuario de Aishmuqam, en la antigua ruta de los mercaderes que desde el Afganistán se dirigían a la capital de Cachemira, Srinagar. Guardaban allí el bastón de Musa (Moisíés), que solamente se usaba en aquel extremo norteño de la India para invocar la llegada de la lluvia, o el fin de una epidemia, siempre con inmediato resultado positivo.