Por… Ian Vásquez
Tras la reciente muerte sospechosa del fiscal Alberto Nisman, la Presidenta argentina Cristina Kirchner anunció el cierre de la Secretaría de Inteligencia de ese país. Aseveró que dentro de esa agencia había un esfuerzo por desestabilizar a su gobierno. Tras denuncias de seguimiento de agentes a críticos y opositores, el gobierno de Ollanta Humala tambiíén ha cerrado la Dirección Nacional de Inteligencia (DINI).
Esas medidas no aseguran que el espionaje ilegal haya parado o que se estíé llevando a cabo una investigación o una reforma seria de los servicios secretos. Y como observa Enrique Pasquel sobre el caso peruano, más bien significa que el gobierno ha estado cometiendo ilegalidades o que ha perdido control sobre sus espías.
Lo que sí se puede afirmar es que los casos peruano y argentino nos recuerdan una vez más de la difícil, y quizás imposible, tarea de mantener servicios de inteligencia que se adhieran a principios democráticos como el rendimiento de cuentas o el simple respeto a la ley. Eso es así en cualquier país, incluso en las democracias más avanzadas que gozan de una institucionalidad relativamente fuerte.
El caso de Estados Unidos es ejemplar. En los años setenta, la comisión Church del Senado estadounidense investigó operaciones ilegales que cometieron durante díécadas la CIA, el FBI y otras agencias de inteligencia en nombre de la seguridad nacional. Se descubrió el monitoreo de cientos de miles de comunicaciones internacionales y domíésticas al mes sin ningún tipo de orden judicial. El seguimiento ilegal se practicó bajo gobiernos de ambos partidos, y victimizó a miembros del Congreso, magistrados de la Corte Suprema, periodistas, y opositores a la guerra en Vietnam, entre otros. Usando grabaciones ilegales de sus aventuras extramaritales, hubo una campaña para intimidar y desacreditar a Martin Luther King Jr.
Como consecuencia de la comisión Church, se establecieron en los años setenta comitíés permanentes en el Congreso a las que las agencias rendirían cuentas de sus actividades en forma clasificada. Se estableció, tambiíén, una corte especial que vería casos de inteligencia, se reuniría en secreto, y otorgaría órdenes judiciales.
Tales salvaguardas no tardaron mucho en verse debilitadas. Una orden ejecutiva del Presidente Reagan en 1981 permitió el monitoreo de comunicaciones de estadounidenses y extranjeros fuera de Estados Unidos sin orden judicial, cosa de la que el gobierno federal parece ahora estar abusando. El año pasado, un reporte del Senado documentó cómo, tras los ataques terroristas de 2001, la CIA torturó a prisioneros, obstaculizó investigaciones a sus actividades, y desinformó a la prensa y al mismo gobierno por años.
Las revelaciones de Edward Snowden han destapado abusos por parte de los servicios secretos que hasta ahora no han sido corregidos en su mayoría. Se ha determinado que el gobierno ha monitoreado casi todo tipo de comunicación de cientos de millones de estadounidenses; que esa información se está almacenando y compartiendo con otras agencias gubernamentales para distintos fines; que en algunos casos se le ha mentido a la corte secreta de inteligencia y que en otros casos la misma ha emitido fallos legalmente cuestionables pero que forman parte de una jurisprudencia secreta que afecta a toda la ciudadanía.
Buena parte de ello lo sabemos únicamente porque Snowden lo reveló. Ha quedado claro que dentro de las agencias de inteligencia hay pocas protecciones para los delatores de abusos y más bien estos enfrentan penalidades legales severas. De hecho, hasta ahora nadie ha sido responsabilizado por los excesos.
Las puertas están abiertas al abuso político de la información personal de los estadounidenses, si no es que ya está ocurriendo. De todas maneras, ya ha afectado algo el comportamiento de muchos estadounidenses, como por ejemplo los periodistas y sus posibles fuentes, que temen el espionaje del Estado.
Crear agencias de inteligencia es hacer un pacto con el diablo. Lo es aún más en países con instituciones legales díébiles.
Suerte en sus vidas…