Espero que os halla gustado el capítulo del libro. Resulta anecdótico cuanto menos...CAPITULO III ( y último)
Todos sabemos que Eddie es un cómico estupendo. Incluso íél lo reconoce sin ningún
inconveniente. Tenía una revista maravillosa. Cantaba Margie, Ahora es el momento de
enamorarse y Si conociesen a Sussie. Mataba de risa al público con sus bromas
características, y terminaba cantando Whoopee. En resumen, era un exitazo. Tenía ese
algo magníético que hace destacar a una estrella del montón anónimo.
Cantor era vecino mío en Great Neck. Como era viejo amigo suyo, cuando terminó la
representación fui a verle en su camerino. Eddie es un conversador muy persuasivo, y
antes de que yo pudiera decirle lo mucho que había disfrutado con su actuación, me
hizo sentar, cerró rápidamente la puerta, miró a su alrededor para cerciorarse de que
nadie escuchaba y dijo:
—¡Groucho, te adoro!
No había nada de peculiar en aquel saludo. Así es como la gente del teatro habla entre
sí. En el teatro existe una ley no escrita respecto a que cuando dos personas se
encuentran (actor y actriz, actriz y actriz, actor y actor, o cualquier otra de las
variaciones y desviaciones del sexo) deben evitar cuidadosamente los saludos habituales
entre la gente normal. En cambio, deben abrumarse mutuamente con frases de cariño
que, en otros sectores de la sociedad, suelen estar reservadas para el dormitorio.
—Encanto —prosiguió Cantor—, ¿quíé te ha parecido mi espectáculo?
Miríé hacia atrás, suponiendo que habría entrado alguna muchacha. Desdichadamente,
no era así, y comprendí que se dirigía a mí.
—Eddie, cariño —contestíé con entusiasmo verdadero—, ¡has estado soberbio!
Me disponía a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente con
aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo:
—Precioso, ¿tienes algunas Goldman-Sachs?
—Dulzura —respondí (a este juego pueden jugar dos)—, no sólo no tengo ninguna, sino
que nunca he oído hablar de ellas. ¿Quíé es Goldman-Sachs? ¿Una marca de harina?
Me cogió por ambas solapas y me atrajo hacia sí. Por un momento pensíé que iba a
besarme.
—¡No me digas que nunca has oído hablar de las Goldman-Sachs! —exclamó
incríédulamente—. Es la compañía de inversiones más sensacional de todo el mercado
de valores.
Luego consultó su reloj y dijo:
—Hum. Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya cerrada. Pero, mañana por la
mañana, muchacho, lo primero que tienes que hacer es coger el sombrero y correr al
despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman-Sachs. Creo que
hoy ha cerrado a ciento cincuenta y seis... ¡y a ciento cincuenta y seis es un robo!
Luego Eddie me palmoteo una mejilla, yo le palmoteíé la suya y nos separamos.
¡Amigo! ¡Quíé contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! Figúrate, si no
llego a ir aquella tarde al teatro Palace, no hubiese tenido aquella confidencia. A la
mañana siguiente, antes del desayuno, corrí al despacho del agente en el momento en
que se abría la Bolsa. Aflojíé el 25 por ciento de 38.000 dólares y me convertí en
afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman-Sachs, la mejor compañía
de inversiones de Amíérica.
Entonces empecíé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de
Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendía. A no
ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las
agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Broadway.
Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La
mayoría de las conversaciones sólo hablaban de la cantidad que tal y tal valor
había subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el
panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus
mezquinos salarios —y en muchos casos, sus ahorros de toda la vida— en Wall
Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la
resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos, y proseguía su continua
ascensión.De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al
público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y
recordando que todo lo que sube debe luego bajar. Pero apenas si nadie prestaba
atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney
Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una llamada de
advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero venía a ser así: «Cuando el mercado de
valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse».
Yo no estaba presente en la Fiebre del Oro del 49. Me refiero a 1849. Pero imagino
que esa fiebre fue muy parecida a la que ahora infectaba a todo el país. El
presidente Hoover estaba pescando y el resto del gobierno federal parecía
completamente ajeno a lo que sucedía. No estoy seguro de que hubiesen conseguido
algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso el mercado se deslizó alegremente
hacia su perdición.
Un día concreto, el mercado empezó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más
nerviosos cayeron presas del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hacecasi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caía sobre
nosotros, pero así como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al
empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hacían
ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos
empezaron a lanzar al ruedo sus valores, que por entonces sólo tenían el nombre
de tales.Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar
reclamando los márgenes adicionales. Esta era una broma pesada, porque la
mayor parte de los accionistas se habían quedado sin dinero, y los agentes
empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados.
Desgraciadamente, todavía me quedaba dinero en el banco. Para evitar que
vendieran mi papel empecíé a firmar cheques febrilmente para cubrir los márgenes
que desaparecían rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó
la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por
entonces todo el país estaba llorando.
Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que
perdí fueron 240.000 dólares. (O ciento veinte semanas de trabajo, a 2.000 por
semana.) Hubiese perdido más, pero íése era todo el dinero que tenía. El día del
hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max
Gordon, me telefoneó desde Nueva York. En cinco palabras, lanzó una afirmación
que, con el tiempo, creo que ha de compararse favorablemente con cualquiera de
las citas más memorables de la historia americana. Me refiero a citas tan
imperecederas como «No abandoníéis el barco», «No disparíéis hasta que veáis el blanco
de sus ojos», «¡Dadme la libertad o la muerte!», y «Sólo tengo una vida que dar a la
patria». Estas palabras caen en una insignificancia relativa al ponerlas junto a la frase
notable de Max. Pero charlatán por naturaleza, esta vez ignoró incluso el tradicional
«hola».
Todo lo que dijo fue: «¡Marx, la broma ha terminado!». Antes de que yo
pudiese contestar, el telíéfono se había quedado mudo.
En toda la bazofia escrita por los analistas de mercado, me parece que nadie hizo un
resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En
aquellas cinco palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había terminado. Creo que
el único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que
todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual
que la de cualquier otra especie, prefiere la compañía.
Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse,
hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que
pudiesen bajar más, empecíé a pedir prestado dinero del banco para cubrir los márgenes
que desaparecían rápidamente. Las acciones de Cobre Anaconda (recuerda que
retrasamos treinta minutos la subida del telón para comprarlas) se fundieron como las
nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a Hemingway), y finalmente se
estabilizaron a 2 1/2. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a la United
Corporation se saldó a 3. Las habíamos comprado a 60. La función de Cantor en el
Palace fue magnifica y de tanta calidad como cualquier actuación en Broadway. pero,
¿Goldman-Sachs a 56 dólares? Eddie, cariño ¿como pudiste? Durante la máxima
depresión del mercado, podía comprárselas a un dólar la acción.