Por… Rukmini Callimachi
Shahrán, Afganistán— Desde hacía mucho tiempo no había necesidad de usar papel moneda en este poblado remoto del Kush hindú. La moneda de intercambio común era algo que crecía en los patios de todos: opio.
Cuando los niños sentían ganas de comprar algún dulce, corrían hasta los campos de su padre y regresaban con algunos gramos de pasta de opio dentro de una hoja plegada.
Sus madres la recolectaban en bolsas de plástico, para intercambiar 18 gramos por un metro de tela o dos litros de aceite para cocinar. Incluso una visita a la peluquería podía pagarse con opio.
La economía de este poblado, sin embargo, se detuvo el año pasado cuando el gobierno empezó a aplicar agresivamente una prohibición a la producción de opio. No se permitió a los lugareños su único cultivo comercial. Ahora las tiendas están vacías y los agricultores endeudados, mientras comunidades enteras caen en una espiral de pobreza.
El opio es uno de los problemas más grandes que enfrenta el golpeado Afganistán, porque está arraigado profundamente en la vida diaria, así como en la economía de las organizaciones rebeldes.
Afganistán suministra el 93% del opio del mundo y la droga es una de las fuentes principales de financiamiento para el creciente movimiento del Talibán.
Hace dos años, el opio, el ingrediente del que se extrae la heroína, creció hasta alcanzar casi medio millón de acres en Afganistán. La cosecha llegó a valer 4 mil millones de dólares, casi la mitad del PIB del país en el 2007. Hasta una décima parte —casi 500 mil millones de dólares— terminaba en manos de los caudillos locales, incluyendo los del Talibán, según la Oficina de la ONU para Drogas y Delincuencia.
Bajo una presión internacional intensa, el gobierno afgano redobló sus esfuerzos para frenar la producción de opio.
Hasta el año pasado, el número de hectáreas cultivadas con amapola, de la que se extrae la pasta de opio, cayó en una quinta parte, pero las finanzas del Talibán permanecieron básicamente intactas. El 98% del opio de Afganistán se cultiva ahora en apenas siete de las 34 provincias del país: todas bajo el control parcial o total del Talibán.
Hasta hace poco, las montañas de la provincia de Badajsan lucían cultivos de amapolas rosas, púrpuras y magentas, pero en el último año la producción de la adormidera se desplomó en 95%.
Durante una reunión hace dos años los lugareños decidieron no plantar opio de nuevo, después de que el gobierno emitiera mensajes por radio advirtiendo que destruiría los campos de amapola y que encarcelaría a quienes la cultivaran. Carteles distribuidos en el área mostraban a un hombre con las manos atadas con el tallo de la adormidera.
Los lugareños dicen que hicieron lo que les pidió el gobierno y que sembraron sus campos con trigo, cebada, mostaza y melones, pero estas cosechas necesitan más cuidados que la resistente adormidera, capaz de florecer con poca agua o fertilizante.
La mayoría de los campos de trigo dieron poco rendimiento, porque los agricultores no pudieron darse el lujo de fertilizar la tierra. Incluso donde la producción fue buena, los agricultores dicen que podrían haber recibido entre dos y 10 veces más plantando opio en los mismos terrenos.
“¿Ve esta mostaza? Permite que mi familia viva durante un mes”, dice el agricultor Abdul Saboor, de 25 años. “Cuando plantábamos opio en esta misma parcela, podía pagar todos nuestros gastos durante un año entero”, agregó.
El agujero en la economía está tragando a la comunidad, desde el agricultor hasta los tenderos con turbantes, cuyas balanzas usadas antes para pesar el opio ahora permanecen quietas.
Cada mes, el tendero Abdul Ahmed traía bienes por un valor de 20 mil dólares para vender en el bazar. Han pasado ya cuatro meses desde su última carga y sólo ha vendido mercancía por 1 mil dólares. Ahmed es uno de los 40 comerciantes que quedan, donde antes había 400.
“Abrimos por la mañana y cerramos por la noche, sin que entre ningún dinero. Nadie compra”, dice Ahmed. “No queda nada de dinero en este poblado. El opio era el único ingreso que teníamos”.
Los pobladores dicen que la desesperación está empujando a centenares de personas e emigrar a la vecina Irán, para trabajar como jornaleros.
Los agricultores de toda la región también se están hundiendo en deudas. Piden dinero prestado para comprar artículos como arroz y aceite, que acostumbraban comprar con opio. También piden préstamos para comprar semillas y fertilizante, o para alquilar asnos con los cuales llevar el trigo al mercado: un gasto que el opio no tenía porque todas las tiendas locales lo aceptaban como moneda legal.
“Nos estamos volviendo más pobres día a día”, dijo el agricultor Abdulamid, de 55 años, en el poblado de Pengani. “¿Qué debo hacer? ¿Matar a mis hijos para que no tenga que alimentarlos?”.
La pobreza creada por los esfuerzos para erradicar el opio puede estar atizando el terrorismo.
Nangahar _ que quedó libre de cultivos de amapola el año pasado y es mostrado como un ejemplo del control gubernamental _ está registrando un aumento rápido del extremismo, según un estudio de campo de David Mansfield, consultor antidrogas para Naciones Unidas y el Banco Mundial.
En abril del año pasado, las autoridades de la provincia rescindieron los acuerdos para limitar el movimiento de grupos antigubernamentales en su frontera con Pakistán. En julio, se creía que estos grupos ya habían instalado bases en cuatro distritos vecinos con Pakistán. Para septiembre, los grupos ya estaban atacando edificios gubernamentales y para octubre había retenes del Talibán.
La provincia de Helmand, un bastión del Talibán, cultivó tanto opio el año pasado que si fuera un país separado, sería el mayor productor de opio del mundo, según Gretchen Peters, autor del libro “Seeds of Terror” (Semillas del terror), que trata sobre cómo el Talibán financia sus operaciones a través del contrabando de drogas.
Peters dice que los mensajes en video del Talibán hablan sobre afianzar las rutas de contrabando y proteger los plantíos de amapola.
Los cultivos de amapola en las áreas del Talibán son tan peligrosos que los equipos de erradicación los inspeccionan primero en busca de bombas antes de intentar destruirlos. El año pasado murieron 78 agentes gubernamentales intentando destruir los campos en el sur del país. En contraste, lo peor que enfrentaron en Badajsan fueron las quejas de los agricultores.
Durante el mes pasado, se han destruido decenas de cultivos ilícitos en las montañas de Badajsan. Nasrulá, un agricultor de 35 años, plantó tres parcelas pequeñas con amapolas blancas y violetas dentro de un cultivo de trigo, con la esperanza de que la cosecha legal escondería la ilegal.
Recientemente, Nasrulá resistió en silencio mientras nueve policías destruían su cosecha, azotando las plantas con ramas largas hasta que las flores cayeran a tierra.
“No planté esto por placer”, afirma. “Lo planté para que mi familia pudiera comer. Las demás cosechas no valen la pena”, dice, en referencia al trigo. “Las opciones que me quedan ahora son suicidarme o abandonar el país”.
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