Por: Sergio Muñoz Bata. Periodista

En 1952, Charles Wilson, presidente de General Motors, asombró al mundo al declarar que lo que era bueno para General Motors lo era también para Estados Unidos. A más de medio siglo de distancia, las arrogantes palabras de Wilson no solo se han vuelto proféticas sino que en la globalización han ampliado su significado.


Esta semana, el Congreso y el Ejecutivo estadounidense dispondrán del dinero de los contribuyentes para hacer un rescate de la industria automotriz que no resolverá los problemas del largamente anunciado fracaso de las tres grandes plantas de vehículos, y cuyas repercusiones se sentirán directa e indirectamente no solo en EE.UU. sino en México, Colombia, Brasil, Alemania, Francia, España, China y Australia, entre otros países.


Del cuarto de millón de empleados que trabajan en la General Motors, 152 mil laboran fuera de EE.UU. Y mientras que en este país las ventas de automóviles y camiones de GM han bajado un 24% en los últimos tres años, en el resto del mundo muestran un crecimiento del 28%.


Las causas de la declinación de la industria en Estados Unidos son muchas, aunque habría que resaltar su probada inhabilidad para producir vehículos que satisfagan las preferencias de los consumidores y su consecuente incapacidad para competir con vehículos de importación en precio, eficiencia y confort. El alto costo del seguro médico a sus empleados; las restrictivas leyes que rigen el otorgamiento de franquicias; los elevados salarios de sus obreros y las descomunales compensaciones que reciben sus ineptos ejecutivos.


En el 2007, por ejemplo, el presidente de la Ford Motor Company, Alan Mulally, recibió unos 22 millones de dólares, mientras que Rick Wagoner, de General Motors, se embolsó aproximadamente 16 millones de dólares. La compensación total de Robert Nardelli, el presidente de Chrysler, solo la conocen él, sus contadores y los miembros de la junta de directores de su compañía.


De sus testimonios ante el Congreso lo que se desprende es una vaga sensación de que a pesar de que este grupo de privilegiados debería sentir el agua en el cuello, a la fecha siguen sin producir un plan que muestre que entienden por dónde va la solución a los problemas de una industria en bancarrota. Abogando por el rescate, su argumento principal ha sido muy semejante al utilizado por Charles Wilson en 1952 y consiste en subrayar que el costo de no rescatarlos sería catastrófico para el país.


Así las cosas, lo más terrible del caso es que para el ciudadano común y corriente el alegato se ha vuelto rutina en un escenario en el que lo único que cambia es el elenco de inútiles y sinvergüenzas. Hoy actúan los directores de la industria automotriz, ayer eran los de los bancos, anteayer los de las instituciones financieras, y un poco antes los de la industria hipotecaria.