Por Rafael Poch.
Wittenberge, a una hora en tren de Berlín, a orillas del Elba, es una ciudad fantasma. ¿Quien se acuerda de la época en la que albergaba la mayor fábrica de máquinas de coser de Europa, un activo puerto fluvial y una boyante industria de celulosa?. Desde la reunificación, el puerto y esa industria se cerraron.
La gran torre del reloj de la antigua fábrica de máquinas de coser “Véritas”, con “el mayor reloj del mundo”, tiene algo de burlesco, como su enorme ayuntamiento, sus grandes escuelas desertadas y su gigantesca estación ferroviaria, absolutamente desmesurada. Junto con la industria, la ciudad ha perdido su sentido; diez mil de sus treinta mil habitantes se han ido y tres mil de sus trece mil viviendas están vacías.
En Hoyerswerda, en Sajonia, un panorama aun más desolador. Fue una ciudad nueva levantada por la RDA en los cincuenta como centro de la industria del lignito. Ya entonces fue algo sobredimensionada, pero entre 1989 y 1997, la industria del lignito se redujo en un 70%, dejando sin trabajo a 60.000 personas. Hoy aquella orgullosa villa industrial ha perdido la mitad de su población y es una “ciudad muerta”.
La desindustrialización del espacio de la antigua República Democrática Alemana, ha traído consigo un colapso demográfico que es uno de los mayores cambios estructurales que está experimentado Alemania desde la caída del muro, hace veinte años. Con el trabajo se fue la gente. La población de 16 millones de 1989 se ha reducido a 12,5 millones.
En el escenario más pesimista podría quedarse en 8,6 millones en 2050. El sector de la energía que en 1989 daba trabajo a 30.000 personas en centrales térmicas de carbón, precisa hoy solo 5000. Ochenta grandes instalaciones químicas desaparecieron. En Desau se perdieron 5500 puestos de trabajo industriales, en Weisswasser 7000, en Görlitz más de 15.000, en Dresde 75.000, en Leipzig más de cien mil.
“En total en el marco de la reunificación desaparecieron el 70% de los puestos de trabajo industriales”, explica la socióloga Christine Hannemann de la Universidad Humboldt de Berlín. De los 9,7 millones de empleados que había en Alemania Oriental en 1990, diez años después quedaban menos de seis millones, si se cuenta los 400.000 que seguían residiendo en el este pero se trasladaban a trabajar al oeste.
El resultado de este fenómeno es un panorama de ciudades menguantes, algunas de ellas superfluas como Wittemberge y Hoyerswerda, y centenares de miles de viviendas vacías. En Leipzig (medio millón de habitantes) las viviendas vacías son 60.000. Schwedt ha pasado de 55.000 a 35.000 habitantes. Weisswasser ha pasado de 35.000 a 20.000.
En Stendal, el 50% de las viviendas están vacías. Halle, gran centro químico que tenía 329.000 habitantes en 1989, ha perdido 90.000. Cottbus, 130.000 habitantes en 1989, tiene hoy 100.000 y Schwerin ha pasado de 130.000 a 90.000. Las implicaciones son diversas. En Mecklemburgo-Pomerania Occidental, la región del extremo nororiental alemán, se han cerrado trescientas escuelas, aumentando los costes del transporte escolar.
En las ciudades menguantes se disparan los gastos de comunidad. La estimación es que un 15% de viviendas vacías ocasiona al resto graves problemas económicos de mantenimiento. En algunas regiones el fenómeno se ha querido combatir mediante concentraciones administrativas; los 1475 municipios de Brandenburgo (una región del tamaño de Catalunya) se quedaron en 422.
Uno de ellos, Wittstock (6000 habitantes) engulló dieciocho pueblos y hoy tiene un término municipal de 422 kilómetros cuadrados, doscientos menos que el área metropolitana de Barcelona, para 18.000 habitantes. Para el conjunto de la antigua RDA, se habla de por lo menos un millón de casas vacías.
Con la tasa de natalidad más baja de Europa (8,8 por mil) y una población de 82 millones que sin emigración se reducirá a 50 o 60 millones en 2050, “nadie sabe cuantas casas vacías más habrá en Alemania, donde y cuando acabará el proceso”, dice un experto. La solución ha sido un programa llamado “Reestructuración urbana Este” (“Stadtumbau Ost”), que afecta a 342 ciudades y localidades de Alemania del este.
Su objetivo es consolidar los centros de las ciudades y derribar las casas superfluas. Por primera vez en la historia del país, el dinero público se usa en un programa de destrucción masiva de viviendas. En la misma época en la que en España se ha venido construyendo frenéticamente, en Alemania se han derribado más de 350.000 casas.
Los gastos del derribo corren a medias entre el gobierno central y la región concernida. Cada ciudad decide su programa de derribo. El programa está dotado con 2500 millones de euros para el periodo 2002-2009. Hasta el momento se han derribado 350.000 del millón de viviendas vacías que hay en Alemania del Este, pero eso no ha reducido la proporción de casas vacías.
Únicamente ha mantenido su nivel, compensando las que se han vaciado en el periodo. No todas las ciudades están tan mal como Wittemberge o Hoyerswerda. Eissenhüttenstadt, la antigua “Ciudad Stalin” siderometalúrgica de la RDA, creada de la nada en los cincuenta, es un ejemplo positivo; ha podido conservar parte de su industria y su urbanismo estalinista tiene hoy interés arquitectónico que atrae algunos turistas.
Se han derribado 6000 viviendas, pero la ciudad se mantiene. “Parece que lo peor ha quedado atrás” dice la arquitecta municipal Gabriele Haubold. En Görlitz, la ciudad más oriental alemana, el rico patrimonio histórico-monumental no ha impedido que en los últimos veinte años, se haya perdido casi 20.000 de los 74.000 habitantes con que contaba en 1989, y el pronóstico es que pierda otros 10.000 para el año 2020.
“Hasta ahora se han demolido cerca de 2000 viviendas. Hasta el 2020 tienen que ser 4000. Si la tendencia demográfica se estabiliza, hay esperanzas de que se hagan correcciones en este plan”, explica Silvia Gerlach, portavoz del ayuntamiento de la ciudad. Görlitz recibe desde hace años un pequeño flujo de jubilados de Alemania del Oeste que compran o alquilan casas en la ciudad vieja y se establecen en ella, cerca de un millar desde 1996.
“Ha quedado claro que el objetivo de derribar un millón de casas es insuficiente y que seguramente tendrán que ser 1,5 millones, ampliando el programa hasta el 2016”, dice el arquitecto Wolfgang Kil, estudioso del fenómeno. En Sajonia el dinero se reparte a partes iguales entre la demolición y el acondicionamiento de las ciudades. “Una ciudad que se reduce de esta manera es como un enfermo al que hay que cuidar, demoler es sólo la mitad del trabajo”, dice.
Estamos ante una nueva “gran transformación” explica Kil. El carbón, la química y los armamentos presidieron la industrialización de Alemania Oriental en el siglo XX. Las ciudades crecieron donde antes había bosque y campos. Millones de personas se trasladaron a ellas abandonando pueblos y oficios para alimentarlas.
Entre 1879 y la Primera Guerra Mundial uno de cada dos alemanes abandonó su lugar de nacimiento. Hoy, con la tierra contaminada, aquel mundo se desvanece dejando grandes vacíos; ciudades y personas superfluas, que ilustran el tránsito hacia un mundo diferente.
Estas “Ciudades relajadas”, de las que Berlín, con sus 3,5 millones de habitantes, un millón y medio menos de lo que los planificadores estimaron en 1990, forma parte, son algo más que un drama postindustrial. De alguna forma anticipan un modo de vivir más modesto y tranquilo, con menos consumo, menos tráfico rodado (y más eléctrico), menos combustible fósil, mayor protagonismo del mercado local en el aprovisionamiento.
Un mundo de población envejecida con nuevas redes informales de abastecimiento, intercambio comercial y prestación de servicios. En la vieja Europa parece que la modernidad podría ser modesta y menguante.