Por…  Beatriz De
Majo C.

Uno de los grandes obstáculos a la repartición social
equitativa del crecimiento chino tiene que ver con las condiciones de vida de
los trabajadores migrantes. Las masas enormes de ciudadanos que se trasladan a
lo largo de miles de kilómetros desde el interior agrario a las ciudades
costeras en búsqueda de mejores ingresos y de acceso a la dinámica y los
atractivos de las urbes, están siendo muy penalizadas en su calidad de vida y
en su capacidad de surgir.

Históricamente el fenómeno de las migraciones campesinas ha sido de gran
relevancia en el acontecer nacional chino. En el pasado, el labriego se
sacrificaba yéndose a la ciudad para reunir suficiente dinero para poder
retirarse con un poco de holgura en su terruño de origen. Hoy no. La diferencia
de salarios y de estilo de vida entre el campo y la ciudad es tal que no hay
atractivo para el retorno y lo que el desplazado consigue ahorrar no es
suficiente para un retiro rural digno. El labriego se atornilla en el trabajo
industrial del medio urbano en un afán de supervivencia pero a costa de su felicidad.
El descontento se vuelve plural y las manifestaciones frecuentes.

Un arcaico sistema de regulaciones y controles gubernamentales para acceder a
viviendas en las ciudades es el primer escollo para vencer. Un campesino que se
muda a la ciudad pasa a ser tributario del sistema residencial Hukou, que los
excluye automáticamente de los beneficios de la educación gratuita o de las
pensiones de vejez mientras permanecen en la ciudad de la que no son
residentes. Para ellos no operan tampoco las regulaciones en los alquileres o
los subsidios a los precios de las viviendas locales. Si tenemos en
consideración que la inflación en estos dos sectores supera el 50% en los dos
últimos años en ciudades de talla media, podemos imaginar el contingente
abultado de migrantes que no pueden superar la pobreza aunque consigan hacerse
de un puesto de trabajo. Y este grupo crece a velocidad exponencial.

La solución para Beijing no es fácil. Derribar las reglas de Hukou, puede ser
provechoso para quienes ya migraron a las ciudades, pero una medida de
corrección social de esta naturaleza podría incentivar las migraciones a las
ciudades que están ya abarrotadas de gente del campo. La consecuencia es que el
malestar de 145 millones de migrantes que no alcanzan mejoras en la calidad de
vida crece más rápido que la compensación que obtienen por los crecientes
salarios en las ciudades. El conflicto surge porque el Estado comunista debería
velar activamente por la felicidad de los administrados y el sentimiento que
priva es que no lo está logrando.

La transformación de China en un estado capitalista no se está dando aun en
materia de la igualdad de oportunidades. En este terreno todo sigue siendo
controlado por el Estado: la libertad de migrar y la capacidad de progresar a
través del trabajo. Esta circunstancia somete a los ciudadanos, además, a la
discrecionalidad y la coima de los funcionarios. Un miembro del Buró del
partido comunista afirmaba, acertadamente, que el chino no tiene miedo de ser
pobre. A lo que le tiene rabia es a no poder, por más que se esfuerce, a tener
acceso a la prosperidad que todos los días el gobierno les promete. La ausencia
de política de tratamiento al trabajador migrante puede, pues, ser un detonante
de severos problemas sociales.

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