Por… Cristina López G.

La crisis económica ha frenado el crecimiento de la antes
pujante economía salvadoreña y hay mucha responsabilidad que repartir cuando se
revisan las medidas tomadas por nuestros gobernantes para sacar a la nación
adelante.

Cuando más tendrían que priorizarse las políticas públicas y
reducirse el gasto público, nos encontramos ante un gobierno adicto a la compra
superflua y a las tarjetas de crédito. El fatal equivalente de regar jardines
ornamentales en tiempos de sequía mortal, pero con agua prestada, y cuya
devolución será carísima.

Como si lo anterior no fuera suficiente, en lugar de quitar
la grasa burocrática que no hace más que estorbar la eficiencia del Estado, la
contratación de plazas públicas ha subido como espuma de gaseosa batida: a
juzgar por el número de cotizantes del ISSS (Instituto Salvadoreño del Seguro
Social) empleados en el sector público, desde junio de 2009 el gobierno ha
crecido en casi 15.000 plazas laborales. Lo anterior se vuelve escandaloso,
cuando se agrega el dato de que un empleado público gana un 40% más que un
empleado del sector privado con las mismas capacidades (fuente: Robertson y Trigueros, 2011).
Esto no indica, como dirían algunos, que “el sector privado paga mal”. Más
bien, señala tristemente, que tenemos un Estado cuyos malos servicios son
carísimos de producir.

Con estos antecedentes, no es extraño que el sector privado
se oponga a los aumentos de impuestos que quieren dirigirse con nombre y
apellido desigualmente a un sector de la población, citando como justificación
ante esta injusticia progresiva, el noble “sacrificio social”. El problema de
los “impuestos a los ricos”, es que, como Pamela Anderson, son sexy pero
falsos: a pesar del apoyo popular que reciben, pocos visualizan que al final,
no los terminan pagando solo “los ricos”. Los termina pagando la clase media,
en el consumo de los productos cuyo precio se incrementa. Los pagan los
desempleados, con los empleos perdidos por las inversiones que dejan de
hacerse.

También se esgrime que la justificación de un aumento
teledirigido descansa en que nuestra carga fiscal es muy baja. Al hacer este
argumento, y comparar nuestra carga fiscal con otros países, se olvida la otra
cara de la moneda: los servicios que recibidos en esos otros países con carga
impositiva superior, son también superiores. Al analizar nuestra carga fiscal,
no se suman los impuestos escondidos que pagamos con las calles e infraestructura
dañadas, y sobre todo, los altísimos costos de seguridad, que se convierten en
impuestos que se pagan a los delincuentes dominan territorios debido a un
servicio no prestado del gobierno, como lo es el de garantizar seguridad.

El innegable atractivo retórico de que los ricos deberían
pagar más, ciega a las partes de proponer soluciones que tendrían resultados
más efectivos: ¿qué tal si se focalizan los subsidios, y se dirigen solamente a
quienes realmente son pobres? Quienes reclaman la injusticia de que las clases
altas no pagan más impuestos, deberían, en un ejercicio de honestidad
intelectual y consistencia, quejarse con la misma fuerza sobre los ingresos que
percibiría el Estado si eliminara la injusticia de que ciertos sectores
(también ricos), como el transporte y la agricultura, reciban por ley enormes
beneficios económicos, alejados de cualquier principio de justicia social y
libre competencia.

Suerte en sus inversiones…