Por Juan Cacicedo
Los timos a lo grande no siempre han tenido como escenario las bolsas de valores. Casi un siglo antes de la burbuja de las puntocom, el legado del pirata inglés Francis Drake sirvió como anzuelo para un pelotazo de fantásticas proporciones. El novelista británico Richard Rayner nos cuenta en “El tesoro de Drake” (Alfaguara, 2004) los pormenores de una de las mayores estafas de la historia de los Estados Unidos. Cerca de cien mil inversores, la mayoría humildes granjeros del Medio Oeste, perdieron en plena Gran Depresión millones de dólares de la época apostándolos a un negocio imposible.
Además de realizar numerosas entrevistas, Richard Rayner ha llevado a cabo una minuciosa investigación en archivos judiciales, periódicos de la época, informes psiquiátricos y bibliotecas estatales. Con el material obtenido ha construido el relato apasionante de un timo extraordinario tanto desde el punto de vista de la recaudación y del número de víctimas, como de la exquisita preparación del cebo empleado. El libro de Rayner profundiza en la psicología del timador a través del retrato de Oscar Hartzell, un hombre que terminó sus días demente y en la cárcel pero al que no podemos negar una creatividad desbordante.
El fundamento de la historia se encontraba en la herencia de Sir Francis Drake, que murió el 28 de enero de 1596, frente a las costas de Panamá, sin dejar descendencia. Su inmensa fortuna, fruto de los asaltos a galeones españoles en los que iba a medias con la reina Isabel I, se distribuyó entre diversos familiares. El timo consistía en hacer creer que esa distribución no se había ajustado a derecho, que el árbol genealógico de los Drake era increíblemente complejo y que el legítimo heredero del pirata vivía en Norteamérica y había vendido sus derechos sobre su inmenso legado.
Para reclamar y recuperar esa fortuna era preciso poner en marcha una inmensa maquinaria judicial que exigía invertir enormes cantidades en abogados y expertos genealogistas. Una apuesta de estas características requería de mucha paciencia pues las dimensiones de la fortuna reclamada ponían en peligro el equilibrio de la propia economía británica. Pero la espera merecía la pena pues se podían obtener rentabilidades de hasta del mil por uno. Con escenarios de actuación a ambos lados del Atlántico, la dificultad de las comprobaciones contribuyó al éxito del engaño.
La bola del Legado de Drake empezó a rodar en 1909 y fue evolucionando por diversas fases hasta mediados de los años treinta en que Oscar Hartzell fue encarcelado. Pero no fue Hartzell quien lo inventó; el negocio lo había puesto en marcha originalmente una mujer llamada Sudie Whittaker quien logró convencer a un abogado llamado Milo Lewis de sus infinitas posibilidades. Hartzell, un granjero que no había logrado hacer fortuna, se uniría a ellos como entusiasta recaudador de participaciones.
La historia no era difícil de vender pues, como nos cuenta Rayner, en aquella época, en Estados Unidos “se daban casos de gente que se convertía inesperadamente en beneficiaria de herencias dejadas por familiares lejanos en el Viejo Continente”. En una primera etapa Hartzell se reveló como un excelente vendedor de humo. Recorrió con la idea Indiana, Illinois, Iowa y las dos Dakotas, colocando participaciones entre los incautos granjeros que buscaban rentabilidad para sus ahorros. El timo se iría extendiendo con el tiempo a territorios como Nebraska, Kansas, Missouri o Texas e incluiría entre sus víctimas a jueces y damas ociosas de la alta sociedad norteamericana.
Rayner analiza a fondo los aspectos que hicieron posible un timo de esas dimensiones y encuentra en la base esa “inagotable capacidad americana de creer, especialmente en los poderes redentores, casi religiosos, del éxito y la riqueza”. “El optimismo –afirma Rayner– es el oxígeno de América; la confianza, su riego sanguíneo; la permanente franqueza e incluso la inocencia, dos de sus rasgos inalterables”. En este caldo de cultivo de codicia e ingenuidad sin límites, los años precedentes a la Gran Depresión fueron una auténtica orgía de timos. “El dinero fácil –escribe Rayner– era el sermón de la época (…) Norteamérica ofrece una visión optimista de sí misma y de las posibilidades de la vida, en especial de las oportunidades de hacerse rico, y en la década de 1920 este descabellado convencimiento alcanzó cotas de delirio”.
Un timador checo llamado Victor Lustig viajó por toda Norteamérica y amasó una fortuna vendiendo máquinas que, supuestamente, hacían billetes de mil dólares. En la Bolsa aparecían cada mañana nuevas empresas creadas con el único propósito de sacar las acciones al mercado para desaparecer poco después volatilizándose los ahorros de los crédulos inversores. Al hablar de los timos de la Bolsa dicen que hasta el propio Al Capone llegó a afirmar: “Es una mafia; esos tipos de la Bolsa son unos ladrones”.
En un contexto así, el Legado de Drake se ofrecía como una posibilidad razonable que era todo lo que podía exigir un potencial inversor en aquellos tiempos. La gente parecía tener prisa por ser engañada. En algunos casos hasta se lo merecían pues, como decía John “Yellow Kid” Weil, el más famoso de los timadores norteamericanos (en él está basado el personaje de Robert Redford en la película El golpe), “querían algo a cambio de nada y yo les daba nada a cambio de algo”.
Tras una encarnizada lucha por el control de la estafa, Hartzell desplazó a sus jefes del negocio y no sólo lo continuó con gran éxito, sino que además lo reinventó contratando nuevos equipos de abogados y genealogistas y proporcionando a la patraña nuevos elementos de sugestión. Se inventó un nuevo linaje del pirata minuciosamente documentado. Pero la clave estaba en mantener la ilusión retardando el momento del cobro con nuevas y convincentes excusas de por qué hasta el momento no se había logrado recuperar el legado.
Una supuesta “Comisión del Rey y de los Lores” se encontraba periódicamente con algún inconveniente para emitir su informe final. Siempre había una firma pendiente de última hora que se retrasaba por una nueva y necesaria auditoría y tasación sobre la auténtica dimensión del legado que incluía no sólo oro, joyas, tierras y dinero, sino ciudades enteras y amplias zonas de Londres. Entre las excusas destacaba, como cuenta Rayner, que “los ricachones de Estados Unidos se habían aliado con los poderes económicos británicos y estaban luchando con uñas y dientes para impedir que se entregara un capital tan inmenso y complejo que hundiría al Banco de Inglaterra y haría tambalearse la estructura económica mundial”.
Hartzell supo explotar muy inteligentemente todos los recursos que se le ponían a tiro, manejó hábilmente cierta prensa y se aprovechó al máximo de las circunstancias. El crack del 29, por ejemplo, lejos de terminar con el timo sirvió para darle nuevos bríos, pues la gente estaba dispuesta a creer lo que fuera, sobre todo si ya tenía dinero atrapado en el asunto. La picardía de Hartzell logró convertir a John Maynard Keynes en un involuntario aliado de su causa. En octubre de 1930 Keynes publicó un famoso ensayo titulado “Posibilidades económicas para nuestros nietos” en el que ensalzaba las virtudes de la inversión estatal para salir de la Depresión. En él hacía referencia a Sir Francis Drake y al tesoro que le robó a España. “Keynes –recuerda Rayner– vinculaba directamente el resurgimiento de Inglaterra como poder mundial con el buen uso que la reina Isabel hizo de aquel dinero”. Con esta casual referencia y el uso que de ella hizo Hartzell, “era como si Keynes hubiera respaldado el proyecto, ¡y en las páginas del Saturday Evening Post!, la venerada biblia periodística de la Norteamérica provinciana”.
Cuando las autoridades empezaron a tener las primeras sospechas de que el llamado Legado de Drake era una patraña en la que estaban siendo timados decenas de miles de ciudadanos del medio oeste, se encontraron frente a una amplísima red de recaudadores y a miles de confiados inversores que preferían seguir creyendo en el dinero fácil a presentar denuncias que diesen al traste con todo el montaje. Como hicieran con Al Capone, que acabó en la cárcel por problemas fiscales, las autoridades tuvieron que recurrir a una utilización irregular del Servicio Postal para poder hincar el diente a Hatrzell.
Los abogados de Hartzell desplegaron en su defensa casi tanta imaginación como su cliente. Charles Goltz, un abogado de éxito, alcohólico y extravangante (“cuando jugaba al golf con otros tres jugadores insistía en que hubiera un quinto caddy para que llevara el whisky”) dirigió la estrategia. Con tono de indignación se dirigió al Jurado con argumentos sorprendentes: “Permítanme decirles que la gente de Iowa tiene tanto derecho a invertir su dinero en un proyecto para presentar una reclamación sobre un antiguo legado, sin tener en cuenta lo imposible que parezca, como la gente de Nueva York a invertir su dinero en Wall Street”. Después de comparar a los inversores con “la gente que ayudó a Colón en su expedición”, continuó: “Pero el Gobierno dice que no debemos intentar tales cosas. Debemos quedarnos en casa, en nuestras granjas, y cavar, cavar y cavar para que Wall Street pueda quedarse con todo nuestro dinero”.
Lo escalofriante de esta historia es que se sigue repitiendo un siglo más tarde, con patrañas diferentes y niveles similares de sofisticación. Todo inversor bursátil debería leerla para moderar sus impulsos y evitar a tiempo que su particular “Legado de Drake” se volatilice. Y tener siempre presente esa frase de Platón con la que inicia Rayner su libro: “Puede decirse que todo aquel que engaña, fascina”.