Por…Xavier Sala i Martín

Hoy empezaremos con una conjetura: ¿cómo creen que funcionarían los supermercados si tuvieran que seguir las reglas de las escuelas públicas y concertadas de España? Para empezar, la gente pagaría sus impuestos para financiar el suministro de alimentos. A partir de ahí, cada familia sería asignada a un determinado supermercado dependiendo de su residencia. A cambio, al llegar al supermercado cada día, todas las familias recibirían una cesta “gratis” con una serie de productos (“gratis”, lógicamente, entre comillas porque en realidad “gratis” quiere decir que no paga el usuario sino el contribuyente. Pero de pagar, pagar, les aseguro que alguien paga).

Volviendo al tema de la cesta: ¿qué productos habría en ella? Pues eso dependería de lo que los burócratas de turno decidieran desde algún ministerio de Madrid, alguna conselleria de Barcelona o algún comisariado de Bruselas. Esos burócratas pensarían que ellos saben mucho mejor que los padres lo que les conviene a los hijos.

Al no tener la libertad de elegir ni las verduras, ni las carnes, ni las cervezas, ni los champús, ni siquiera el centro donde querríamos comprar todo eso, la competencia entre supermercados desaparecería. Eso haría que los directores de esos establecimientos no tuvieran incentivos para averiguar los gustos de sus clientes ni para asegurarse de que en las estanterías hay lo que la gente desea. Y es que los ingresos del director del centro no dependerían de la satisfacción de los clientes sino de la decisión del ministerio. En consecuencia, no tendría ningún incentivo para hacer las cosas bien y, por lo tanto, la calidad del servicio en su supermercado sería deplorable.

Pero la cosa no acabaría aquí porque luego estarían los empleados que, siguiendo las reglas del modelo educativo actual, tendrían que ser funcionarios. Es decir, no podrían ser penalizados o expulsados de su puesto de trabajo si hicieran las cosas mal y tampoco podrían ser recompensados con aumentos salariales si hicieran las cosas bien. Su salario sería determinado, exclusivamente, por su antigüedad. Lógicamente, al estar su remuneración totalmente desligada de su productividad, los trabajadores del supermercado no tendrían ningún incentivo para atender respetuosamente a los clientes, ni procurar que todas las estanterías estuvieran siempre abastecidas, ni limpiar o arreglar los desperfectos del local. ¡Ni siquiera querrían obedecer al director de su centro! De hecho, tendrían incentivos perversos para hacer las cosas mal porque a los empleados que, por vocación, sentido de responsabilidad o espíritu de sacrificio, hicieran su trabajo correctamente, el director les tendría confianza y les pediría que hiciesen trabajos extras como ir a reuniones de padres de clientes o atender a los clientes más difíciles.

No hace falta tener un doctorado en economía para ver que esos supermercados públicos o concertados sin competencia y con trabajadores funcionarios no darían la satisfacción mínima a sus clientes. Es por eso, porque sabemos que sería desastroso, que los supermercados son privados y, más importante todavía, es por eso que compiten libremente para capturar al mayor número de clientes posible. Y es esa competencia la que hace que haya un constante abastecimiento de los bienes que desean los consumidores al mejor precio posible: el supermercado que ofrezca los productos que la gente no quiere o que venda a precios extravagantes será castigado con la ruina. Es decir, perderá todos sus ingresos ya que todos sus clientes se irán al supermercado que ofrezca los productos adecuados a los más competitivos.

¿Por qué les explico todo esto? Pues porqué el otro día me quedé de piedra al oír al candidato socialista a la presidencia del Gobierno español, don Alfredo Pérez Rubalcaba, decir que la solución a los problemas educativos de España era la implementación de un MIR para los estudiantes que se gradúan de las escuelas de magisterio. Con ello Rubalcaba no se refería a enviar a los malos estudiantes a la estación espacial soviética sino a que hicieran un examen parecido al que hacen los médicos en España. Aunque, por analogía, esa propuesta pudiera parecer interesante, la verdad es que responde a un mal diagnóstico de la situación. El problema de la educación española no es (sólo) que los licenciados de magisterio no están suficientemente cualificados (cosa que se vería con un examen como el MIR), sino que no existen los incentivos necesarios para que los profesores hagan bien su trabajo: ni se puede premiar a los buenos, ni castigar a los malos, ni los directores de centro tienen incentivos a mejorar la educación de sus centros, ni existe la competencia necesaria para inducir a todos a mejorar su rendimiento del mismo modo que la competencia hace que los supermercados funcionen.

Es curioso. En España no se incentiva que la educación sea de calidad pero sí que se asegura que, a través de la competencia, la producción y distribución de pepinos en los supermercados sea lo más eficaz y eficiente posible. ¿Por qué?, se preguntaría Mourinho. Una posible explicación sería que a los lobbies sindicales de profesores ya les va bien tener trabajo asegurado con una remuneración que no esté condicionada a que desempeñen su labor exitosamente… aunque eso conlleve un sistema educativo mediocre. Otra explicación es que, para los políticos que han diseñado el sistema, los pepinos son más importantes que la educación. Una tercera posibilidad es que, en realidad, a ellos la educación les importa un pepino.


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