Por… Jeffrey A. Miron

El presupuesto del presidente Obama es por lo menos honesto; constituye un intento—sin titubeos—de reestructurar la economía estadounidense y expandir el rol del Estado.

Las proyecciones presupuestarias del gobierno parecen ser extremadamente optimistas. En particular, el ingreso extra que está siendo proyectado al derogar los recortes de impuestos de Bush no enfatiza lo suficiente en la respuesta dinámica de la economía a una tasa tributaria más alta. Enfrentados con impuestos más altos, la gente trabajará menos o se retirará de la fuerza laboral. Por el lado del gasto, las nuevas iniciativas seguramente costarán muchas veces más de lo proyectado: esa es la ley de hierro del gasto público. Estas dos situaciones combinadas significan que si Obama implementa la mitad de lo que ha propuesto, veremos déficits de billones de dólares en los próximos años.

Lo sorprendente del presupuesto es que nada de lo anunciado parece que mejorará la eficiencia de la economía. Nada parece ir en la dirección de la libertad. Nada parece tener fe alguna en los mercados. Todo es acerca de recompensar a los grupos de intereses: los sindicatos, los ambientalistas, los maestros y el sector de atención médica.

Para resumirlo, esta crisis fue—en su nivel más fundamental—el resultado de políticas estatales, no un fracaso del mercado. En el mejor de los casos las políticas públicas adoptadas. La lección para los tomadores de decisiones es por lo tanto clara: es mejor hacer nada que empeorar las cosas. En economía, como en la medicina, el mandato es “primero, no haga daño”.

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